Hay historiadores que dejan una huella imborrable, como Josep Fontana o Tony Judt. Los he citado con asiduidad en mis artículos. De ellos siempre he aprendido y me han dado una visión más amplia de los acontecimientos actuales. Muy comprometidos, al estar impregnados de profundos valores éticos. Hoy me referiré a Tony Judt, desaparecido en agosto de 2010 con 62 años, víctima de la brutal esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Mi primer conocimiento de su obra fue el libro Sobre el olvidado siglo XX, en el que denuncia nuestra entrada engreída en el nuevo milenio, olvidando de dónde venimos y la falta de compromiso de los intelectuales. Luego disfruté con Postguerra. Una historia de Europa desde 1945, la mejor historia de la segunda mitad del siglo XX de nuestro continente. Proseguí con un librito Algo va mal, del que hablaré luego. Cuando la enfermedad ya le impedía moverse, Judt dictaba sus libros a colegas. Así con la ayuda de Timothy Snyder publicó Pensar el siglo XX, un libro autobiográfico publicado dos años después de su muerte.

Algo va mal, lo he leído en múltiples ocasiones, y lo sigo haciendo, ya que es una fuente inagotable de reflexiones sobre la dramática y, de momento, irreversible situación actual. Por ello, lo he recomendado a mis alumnos de 4° de la ESO y de 1° de Bachiller en Historia del Mundo Contemporáneo. Realiza un análisis muy certero de lo que nos está pasando, explica sus causas, y nos da una vía de salida de este auténtico infierno. La solución es la socialdemócrata, alejada de la práctica política de los actuales partidos socialistas, que precisamente en esta injustificada renuncia radican muchos de nuestros males. Sólo me referiré a algunos fragmentos, que por su calado podemos intuir la trascendencia de esta obra. Ya en los Agradecimientos expresa lo siguiente, que como padre y educador me estremeció: Mis hijos, Daniel y Nicholas, son adolescentes con vidas ajetreadas. Sin embargo, han encontrado tiempo para hablar conmigo sobre los muchos temas de estas páginas. De hecho, gracias a nuestras conversaciones me di cuenta de lo mucho que a la juventud de hoy le preocupa el mundo que le hemos legado --y los medios tan inadecuados que les hemos proporcionado para mejorarlo--. Más adelante nos dirá que durante 30 años ha oído a los universitarios quejarse: "Para ustedes fue fácil: su generación tenía ideales e ideas, creía en algo, podía cambiar las cosas". Nosotros, los hijos de los 80, 90 o 2000 no tenemos nada. "No les falta razón. Los jóvenes están desorientados no por falta de objetivos, están ansiosos y preocupados por el mundo que van a heredar; de ahí una gran frustración: "Nosotros sabemos que algo está mal y muchas cosas no nos gustan. Pero, ¿en qué podemos creer? ¿Qué debemos hacer?" Esta actitud es el reverso de la generación anterior. Nosotros, los que rondamos los 60, en nuestra juventud sabíamos cómo arreglar el mundo. Otra cosa es que lo consiguiéramos.

En el primer capítulo, Cómo vivimos ahora, sus características son: un aumento desde los 70 de la desigualdad, un expansión de los sentimientos corruptos, ya que idolatramos a los ricos y poderosos; y el dominio del economicismo. En el segundo, El mundo que hemos perdido, nos advierte que hemos tirado por la borda: el consenso keynesiano, el mercado regulado, y la confianza mutua, sin la que no puede funcionar una sociedad. En el tercero, La insoportable levedad de la política, denuncia el culto injustificado a lo privado y el déficit democrático. En el cuarto, ¿Adiós a todo esto?, reflexiona sobre el desconcierto que supuso para la izquierda la caída del socialismo real. En el quinto, ¿Qué hacer?, nos advierte de la necesidad de la disconformidad, de una conversación pública renovada y de una nuevo relato moral. En el sexto, ¿Qué nos reserva el porvenir?, en este mundo globalizado que nos impone un miedo aterrador, se hace necesario repensar el papel del Estado, ya que es una institución que nos puede defender de las fuerzas desbocadas de los mercados. En el último, ¿Qué pervive y qué ha muerto de la socialdemocracia?, defiende su vigencia. El pasado tiene mucho que enseñarnos. No deberíamos olvidar que la socialdemocracia junto con la democracia cristiana después de la II Guerra Mundial, para evitar la repetición de los desastres del periodo de entreguerras se construyó el Estado de bienestar en Europa occidental. Con un impuesto progresivo todos los ciudadanos desde la cuna a la sepultura accedieron a servicios básicos fundamentales, que por sí solos no podrían alcanzar. Estado de bienestar que no ha perdido ni un ápice de popularidad entre la ciudadanía: en ningún país de Europa el electorado ha votado a favor de acabar con la sanidad o la educación públicas. Pero la socialdemocracia no debería contentarse solo con defender estas conquistas, debería ir más allá con un proyecto más amplio. Está a la defensiva. Parece que no tiene un sentido de lo que significaría su propio éxito político, si un día lo alcanzase; no tiene una visión articulada de una sociedad mejor para el futuro. Al faltar esa visión, ser socialdemócrata no es más que un estado de protesta permanente. Y como contra lo que más protesta son los desastres provocados por el cambio rápido, la socialdemocracia se ha vuelto conservadora. Profesor de Instituto