Identificamos las palabras con lo que básicamente son: sonidos para las ideas y las cosas, sonidos para lo tangible e intangible. Es para nosotros fundamental dar sonoridad a cuanto nos rodea y habita como paso previo y necesario para la relación y gestión de nuestras vidas. Pero siendo ello así dos asuntos me vienen a la cabeza. Uno: que el sonido no es otra cosa que la interrupción del silencio y que por tanto también este resulta consustancial y preciso, de hecho tanto en mis clases como fuera de ellas suelo recurrir a una idea, la de que prácticamente todo el mundo sabe hablar (exceptuando quien está impedido física o intelectualmente) pero no precisamente todos saben o sabemos guardar silencio. Cada vez menos a decir verdad en nuestro tipo de sociedad, una sociedad comunicacional donde parece que lo que no se pregona no existe, no vale o vale menos respondiendo a uno de los que parecen ser lemas de nuestro mundo: «si no lo cuento ¿de qué me sirve?»

Por otro lado son las imágenes las que, cada vez más, nos hablan, reducidos inquietantemente los conocimientos y habilidades lingüísticas, a fuerza de no leer o leer poco según demuestran los datos y además constato en mi labor docente.

Y dos: algunas palabras desprenden fragancias que embriagan de modo que al pronunciarlas, escribirlas y escucharlas producen efectos casi hipnóticos. Creo que cada época y también, aunque en menor medida, cada lugar dispone de un contingente de esas palabras cuyo poder de movilización, o desmovilización según sea el caso, es difícilmente comparable a cualquier otra fuerza o acción tan aparentemente frágil como ésa.

En el pasado palabras como revolución, proletariado o líder eran capaces de desprender una fragancia capaz de atraer o repeler con parecido éxito. A decir verdad funcionaban como una suerte de metonimias o símbolos sonoros de modo que, dichas por la persona adecuada en el momento y lugar convenientes, sus efectos eran multiplicadores. Sí, me refiero a eso que algunos han dado en llamar «arengar a las masas». Como es sabido actualmente tal actividad se realiza a través de las redes en un ejercicio de modernidad tan problemático como irrefrenable.

En ese pasado nada remoto, pensemos en el siglo XX, no era nada difícil identificar esas palabras de fragancia tan poderosa como para hacer y deshacer planes de vidas y vidas enteras, y creo que no se trataba de una tarea complicada porque los ideales estaban claros. Para bien de unos y mal de otros, se trataba de ideales sólidos con raíces que les proporcionaban estabilidad y ramas que les aseguraban proyección y trayectoria. A diferencia de aquellos los de hoy parecen ideales tan líquidos como Bauman calificaba al conjunto de nuestra existencia y mundo. Liquidar o convertir en líquido siempre ha sido relacionado con hacer desaparecer, basta con pensar en expresiones como «liquidar una sociedad», «liquidar una herencia» o, la aún más clarificadora, «liquidar a alguien». Liquidar también es pues convertir en nada, hacer desaparecer. Ese es, creo yo, uno de los riesgos que calladamente nos acecha, el de liquidar nuestros ideales o, visto de otro modo, identificarlos con el consumo, un consumo depredador y voraz al que, pletóricos de satisfacción, nos conduce esa máquina a la que llamamos publicidad y que hace de nosotros, según se mire, seres semicompletos o semivacíos. Tal vez por ello cueste en el presente encontrar palabras con aquella fragancia.

*Filosofía del Derecho. Uni. de Zaragoza