Los escritores perdemos el tiempo en escribir básicamente tonterías. Yo perdí una mañana entera para decidir mi epitafio. Es el siguiente: «Aquí yace mi cuerpo. / Mi obra, en las librerías. / ¡Corran a visitarla!». No me maté mucho pensándolo, la verdad, pero a uno de mis editores le encantó. Algo es algo.

Sin embargo, hay grandes epitafios que merecen ser recordados. Hablemos de ellos, un subgénero literario no siempre valorado en su justa medida. Me viene a la cabeza a bote pronto (ya que el otro día volví a ver Con faldas y a lo loco, esta vez con mis hijos) el de Billy Wilder: «Soy escritor, pero bueno, nadie es perfecto». Mis hijos alucinaron con la frase final de la película.

Me encanta asimismo el de Molière: «Aquí yace Molière, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien». Y se quedó tan ancho. Otro que siempre me ha fascinado por su poética elegancia es el de John Keats: «Aquí yace aquel cuyo nombre fue escrito en el agua». Y me maravilla la brevedad y profundidad del de Emily Dickinson: «Me llaman de vuelta». O la brutal ironía del de Enrique Jardiel Poncela: «Si buscáis los máximos elogios, moríos».

Tengo debilidad también por el que pensó Groucho Marx, aunque finalmente no figurase en su tumba: «Disculpe que no me levante». Todo un clásico de los epitafios imaginados pero no llevados a la práctica.

Otro de los falsos epitafios es el que se le atribuye al compositor Johann Sebastian Bach: «Desde aquí no se me ocurre ninguna fuga». El que sí que figura en la tumba es el que pensó la escritora Dorothy Parker: «Disculpen el polvo». Ingenio y provocación hasta el final. Y acabamos con el del actor de doblaje Mel Blanc, la voz de Porky: «Eso es todo, amigos».

*Escritor y cuentacuentos