En nuestras vidas de ciudadanos confinados, ¿vamos insultando a los otros, denostando sus obras, ideas o proyectos? Soltamos, por ejemplo, al primero que se sienta frente a nosotros, quién sabe sin con la idea de trabajar juntos: «¡Eres un facha!»; o «¡Eres un terrorista!»; o «Tú no me engañas, te gustaría dar un golpe de Estado e imponer una dictadura militar»; o «Tus irresponsables actos han provocado crímenes»; o «¡Vamos al juzgado de guardia!»… Naturalmente que no. A ninguno de nosotros se nos ocurriría tratar así a nadie, y mucho menos en el plano profesional. No deben, sin embargo, pensar de esta manera nuestros políticos, pues no otra cosa, sino insultarse, es lo que hacen a todas horas.

Pablo Iglesias, Macarena Olona, Gabriel Rufián o Cayetana Álvarez de Toledo pueden encarnar, entre otros, los peores ejemplos de educación cívica.

Realmente, no son buenos políticos. Ni siquiera políticos, sino puros demagogos. Los medios de comunicación no deberían darles el protagonismo que conceden a sus cruzadas provocaciones, ni sus círculos y escuadras jalearlos, ni sus partidos dejarles rienda suelta.

Al aire rencoroso y provocador, a las maledicencias que comparten en la Cámara Baja se suma su alta capacidad para sesgar sectariamente la realidad. El odio aflora a sus rostros con la misma facilidad que a los nuestros la vergüenza cuando los vemos comportarse como profesionales de la calumnia. Sus extremos son los que hay que evitar. Sus llamadas a la división son las que hay que desoír. De sus promesas debemos desconfiar, y cuando, inflando el pecho, se ponen alguna medalla, podemos dar por seguro que es una condecoración anacrónica, herrumbrosa, arrumbada en un pasado ya superado. Ninguno de estos demagogos hizo la Transición. Ninguno merece ser un ejemplo.

Económicamente, sin embargo, gozan de una muy buena posición, muy superior a la de las buenas gentes que dicen defender. Pero esas contradicciones no limitan, más bien incrementan sus aullidos, esas dentelladas verbales que recuerdan a las peores páginas, las más negras —como sus conciencias—, de la historia de España.

Mal educados, peor hablados, soberbios, altivos… ¿Cómo van a ser buenos gobernantes?