Cuenta Valle-Inclán en Romance de lobos, una de sus Comedias Bárbaras, que volvía el caballero Juan Manuel Montenegro borracho de la feria (Un camino. A lo lejos, el verde y oloroso cementerio de una aldea. Es de noche, y la luna naciente brilla entre los cipreses, etc.) y se encuentra con la Santa Compaña. Les pregunta: «¿Sois almas en pena o hijos de puta?» Y en esa pregunta hallo practicismo y espiritualidad a partes iguales. Qué visión tan profunda y abierta de la realidad implica. Porque sabía que existen las almas en pena, y sabía muy bien que existen los hijos de puta. Lo único que no sabía es a qué se enfrentaba. Y lo que no se sabe es lo único que debe preguntarse.

En un entorno menos literario, quizá muchos de nosotros nos hayamos encontrado alguna vez en una situación parecida. Tal vez no en un camino oscuro de la Galicia profunda (o a lo mejor también), pero sí en nuestro trabajo, en nuestra ociosidad o cuando intentamos analizar la realidad política, social y económica que nos rodea. No es fácil distinguir qué van a hacer con nosotros, cuál es su plan, si es que lo tienen, o si todo es una inmensa improvisación de seres que están al menos tan perplejos ante el mundo como nosotros. Y tampoco desciframos qué nos preocupa más, que tengan algo pensado y oculto o que estemos al pairo de este dejar pasar las cosas y ya iremos viendo y (más o menos) capeando. En definitiva, sabemos que existen muchas categorías de personas, pero no siempre tenemos la certeza de cuál es la naturaleza exacta de aquellas a las que nos enfrentamos. Por lo general, no podemos hacer la pregunta de don Juan Manuel, salvo quizá interiormente, y eso nos coloca en desventaja. Podemos, si acaso, vigilar sus hechos. Ya decía Perón que el ser humano es bueno, pero si lo vigilas es mejor.