En política, el combate por la palabra es parte fundamental para la construcción de los relatos con que se transmite la realidad. El lenguaje es la forma sutil donde esconder fracasos o arrogarse triunfos inexistentes. Por eso la victoria puede ser preludio de amarguras y la derrota, antesala de felicidad. La política es una tarea tan difícil como poco rigurosa donde tanto el éxito como el fracaso son siempre relativos.

Los resultados del 26-M son un buen ejemplo. El PP que perdió cinco diputados y siete puntos respecto de las elecciones del 2015, puede gobernar las dos principales instituciones de Aragón si cuenta con el apoyo de Ciudadanos, que sube siete, doce puntos y el apoyo de la extrema derecha con sus tres nuevos diputados. Por otro lado el PSOE, ganador incuestionable, aumenta en seis diputados y casi 9,5 puntos junto a CHA que crece uno y casi dos puntos, pueden verse privados de la presidencia del Gobierno de Aragón. Otro tanto con la alcaldía zaragozana al desmoronarse Podemos y ZeC como un azucarillo en agua. Y mientras tanto, un partido como el PAR, con la mitad de representación que hace cuatro años en las Cortes, es el árbitro de las nuevas alianzas.

Las alianzas que se tejerán al calor de estos resultados para gobernar, están dentro de las costuras que marca nuestro sistema democrático, por lo tanto nada que objetar. El problema surge cuando a través del lenguaje se esconden acuerdos injustificables con la extrema derecha de Ciudadanos y el PP para repartirse el poder allá donde puedan. Como está mal visto por una parte importante de la sociedad y los partidos democráticos del Parlamento Europeo, acuerdos y alianzas con quien pretende cambiar derechos, limitar libertades, suprimir autonomías, torpedear la UE y volver a la España en blanco y negro del Nodo, buscan eufemismos de «acuerdos asumibles», «programas de apoyo externo» o símiles tan impúdicos y cobardes como no querer relacionarse con la extrema derecha pero servirse de sus votos para gobernar, como si hubiesen caído del cielo y los ciudadanos fuésemos tontos.

No es ético esta manipulación de la realidad, ni es políticamente aceptable, porque no puede haber un buen Gobierno si no se respetan unos mínimos códigos éticos. Este tipo de comportamientos perjudican al sistema, desacreditan los resultados electorales y transmiten a otras instituciones y responsables públicos la idea de que el poder justifica cualquier medio para conseguirlo y mantenerlo.

Si bien es cierto que la degradación en algunos ámbitos de la política la vemos permanentemente por la sobreexposión pública de sus actores, hay otras instituciones no menos importantes que, contaminadas de esta forma de entender sus funciones, actúan y condicionan la vida pública con declaraciones de difícil justificación.

Me refiero a un hecho que venimos observando en estas últimas semanas, el efecto sobre el empleo de la subida por el Gobierno del salario mínimo interprofesional (SMI) a 900 euros. Pues bien, hace unos días el presidente de la autoridad fiscal rectificaba sus previsiones negativas del impacto en el empleo por esta subida del SMI que cifraba en unas pérdidas entre 40.000 y 120.000 puestos de trabajo. El gobernador del Banco de España también hizo apreciaciones parecidas y cifró en 125.000 los puestos de trabajo que iban a perderse. Cuando las cifras de afiliación a la Seguridad Social están llegando en este mes de mayo a máximos históricos como consecuencia de seguir creciendo el empleo, ¿dónde queda la rectificación? ¿quién asume las repercusiones sobre nuestra economía de estas afirmaciones?. Ya decía Max Weber que «la política debía hacerse con la cabeza y no con otras partes del cuerpo».

Aunque vivimos en una sociedad muy tolerante hacia las razones de la conciencia personal, eso no justifica la obligación de exonerar conductas personales que afectan a la vida pública. «Puede uno tener la conciencia muy tranquila y ser un impresentable o, al menos, alguien que no nos debería representar».