Mi primera reacción fue reírme: pero a quién se le ocurre colgar lazos amarillos en ciertos puntos de Zaragoza. La segunda reacción fue sentirme vagamente irritada; digamos que había conseguido aislar en un rincón de mi cerebro la cuestión catalana, decidida a dejar de darle vueltas a algo sobre lo que poco podía hacer yo. Y que me trajeran a casa ese conflicto, tan ajeno pero a la vez tan cercano, me molestó. Ya me tiene bastante harta no poder utilizar el tono amarillo sin que alguien me pregunte que si soy independentista. Hace unos meses me compré una bonita bufanda de ese color, me la puse un día, me dijeron que parecía Puigdemont en Bélgica y ya no la he vuelto a usar. Y me encantaba. Así que mi tercera reacción, según avanzaba el día de ayer, y veía subir la temperatura en las redes contra los lazos y la pintada de la cruz del Aneto, fue enfadarme cada vez más con quienes juegan a buscar la provocación gratuita. El zaragozano Daniel Gascón, autor del magnífico ensayo El golpe posmoderno sobre el procés, cita en él las palabras de Tzvetan Todorov, algo así como que «nadie quiere ser una víctima, pero todo el mundo quiere haberlo sido». Lo que me lleva a dudar de si los separatistas quieren reivindicar algo con los lazos amarillos o buscan que alguien les suelte un guantazo si los pillan pintando con espray la peana de la Virgen del Pilar. Lo único que sé es que estamos entrando en una deriva estúpida que podría romper el equilibrio de buena vecindad entre Cataluña y Aragón. Y eso sí que sería tremendo. Así que templanza, por favor.

*Periodista