Ver, vivo, en primer lugar, a Henry Kissinger, y vincularlo a continuación con el nuevo presidente de Estados Unidos, Donald Trump, fue como un retorno al pasado a través de los túneles e intrigas de la guerra fría o de la ignominia del Watergate. Antiguamente, los nuevos presidentes daban el cabezazo, en primer lugar, al director de la CIA, sobre todo si era Edgar. J. Hoover, pero Trump, en plena guerra con su propia agencia de inteligencia, ha preferido apadrinarse con Kissinger, quien ha elogiado sin escrúpulo su supuesta independencia y le ha vaticinado una fructífera presidencia.

Kissinger, sin embargo, no era tan patriotero ni republicano, supremacista ni iluminado como un Trump que en sus primeras declaraciones se ha envuelto en su bandera como el héroe en su traje, como Nicolás Maduro en el chándal de Venezuela, como Duterque en el paño filipino, como se envolvió Hitler en su Alemania idílica de superhombres, sin judíos, gitanos, negros, homosexuales, drogadictos y otreas raleas y razas inferiores.

América para los americanos, repite Trump, como el mantra que le ha abierto el corazón de esas clases medias y trabajadoras con mentalidad capitalista y problemas de ingresos o desempleo, de los que, nada veladamente, se acusa a los emigrantes, en su mayoría latinos. Pero América será para los americanos ricos, debería añadir Trump, para ellos será el nuevo y dorado reino del capitalismo.

Consecuente con su procedencia de hombre hecho a sí mismo, duro y fajador, intransigente y eficaz, Trump va formando un gabinete de multimillonarios, como él, de militares célebres por su crueldad en combate y de ultraderechistas que aplauden cuando su jefe insulta gravemente a los hispanos, a los periodistas o a aquellas mujeres que piensan por sí mismas y no le entran por los ojos. Un gabinete ministerial nunca visto, de gente que jamás se ha presentado a elección alguna, como una especie de casino de los de antes, donde confraternizaban las fuerzas vivas para cambiarse las queridas o elegir al alcalde entre uno de ellos.

Hombres (y alguna, pocas, señoras) en los que Trump no confiará más que lo justo, pues no podría hacerlo, aunque quisiera, salvo en su estrecho círculo familiar, debido a sus múltiples conflictos y secretos.

USA va a ser una marca, no un país.