En el día del amor es bueno abrir los ojos y reflexionar con miras amplias, pensar en quienes nos rodean; pensar en los demás, que, en definitiva, es la forma más sublime de amar. Pero para los más jóvenes, recién abiertos a la pasión romántica, con espacio únicamente para dos, resulta incómodo ampliar su círculo sentimental. En el otro extremo del arco vital, la entrañable y arcaica figura patriarcal ha perdido hoy toda vigencia, reemplazada por la de un simple viejo; es decir, ancianos destinados a algún apeadero donde menos molesten. Muy al contrario de lo que acontecía en tiempos pasados, la sociedad actual ni ama ni respeta la vejez, aun cuando, curiosa paradoja, la aspiración a la eterna longevidad sea universal.

El día a día depara en nuestro entorno múltiples escenas donde incluso el amor a la propia existencia parece tener muy escaso aprecio, desde la conducción de vehículos bajo el efecto de drogas o alcohol a hábitos incompatibles con una vida saludable, sin respeto ni siquiera por uno mismo. Tampoco se libra del desamor la más próxima cotidianidad, donde abundan los ejemplos malsanos de conductas incívicas, opuestas a la consideración por los demás: suciedad y obstáculos, tan presentes en parques y aceras, junto a otras pautas que no por parecer de poca relevancia pierden en conjunto su capacidad nociva, para dar lugar a vapores egocéntricos cuya respiración malogra la convivencia ciudadana. La vía pública es un lugar común, donde debieran respetarse los derechos de los demás; ¿por qué no pensar en los otros con un poco más de amor? Liberar la calle de restricciones inaceptables y abusos; en suma, hacerla un poco más de todos, es una buena muestra de generosidad y de amor a la Humanidad. Porque amar es algo más que mirarse al ombligo y adorar solo la propia sombra. *Escritora