El amor humano en nuestro tiempo suena a inhóspito, a falta de hospitalidad, a hospital e incluso a hospicio. El amor comparece hoy egoísta, sálvese quien pueda. Por su parte, el amor mundano suena a barullo porque vuela y revuela, a menudo aparece como un enfermo contagioso, virulento, como un trastorno pasajero, y siempre como carnavalesco. A veces prende y arrasa, obsesivamente, a veces pretende levantar el vuelo y no puede. El amor es el fenómeno humano más relevante y revelante del hombre y la mujer, que nos eleva o rebaja, que nos inspira y expira o aturde, que nos salva o nos condena, condicionando radicalmente nuestra psicología. El amor es la condición humana en su actuación más significativa, la cual consiste en abrirse al otro u otra. Por eso representa nuestra identidad no recalcitrante sino herida o diferida, lo que podemos llamar didentidad o identidad aplazada.

El amor interhumano nos aborda y desborda, quita y pone, consume y consuma. El amor es el yo y el otro/otra, la otredad redentora o desgarradora, la vida y la muerte, el intersticio entre ambas, entrambas a la vez, consuelo y desolación, conjunción disyuntiva. Estoy dejándome llevar por los amores disparados o disparatados de traca y matraca, por la feria y el circo saltimbanqui de nuestro tiempo, por la marea de tactos y contactos, conexiones y desconexiones, con sus usos y abusos, pero también con su desierto adosado al pecho. Estoy dejándome llevar por el amorío ambiente, por la eclosión de luces de colores que acaban a media luz los dos o bien a oscuras.

Retengamos un poco este resbaladero del amor folclórico y consignemos que el amor en nuestro tiempo es un amor a destiempo, turbulento por tan poco lento, a menudo chirriante. A veces no sabemos amar porque el amor es asunción y no asumimos, compasión y no compadecemos, debilidad por el otro y no poderío del yo, feminoide más que viriloide, implicativo y no posesivo, abierto y no encerrado, religioso o religador y no irreligioso o irreligado, enamorado y no amoratado, emergente y no meramente detergente. Pero coexiste también el amor como virtud del alma, el amor como bondad de la mutua intimidad.

El auténtico amor es la virtud íntima del alma, y en esa virtud nos va el gozo precioso. Frente a ello, el desamor es una virtud desalmada, a menudo política, y en ese desamor nos va la penitencia. Nuestra sociedad renquea con el amor, lo cursifica rencorosamente, en nombre del pugilato del fuerte frente al débil, y el amor es débil, incluso enfermizo, enclenque. Triunfa la agresividad entre los contrarios, en lugar del amor de los opuestos, triunfa el extremismo frente a la mediación, la violencia frente a la vía láctea, la dura exigencia frente a la diligencia. La crítica sin autocrítica, la envidia, los celos y recelos, la animadversión frente a la animaversión, lo inflexible frente a lo flexible, la agresión frente a la agregación, la disolución frente a la solución.

Unos predican la propia matria nacionalista y otros la patria apropiada, mas casi nadie practica o hace fratria intercultural, junción o juntura, implicación o reunión, consentimiento o consenso, cópula o copulación simbólica. Las lenguas lejos de comunicarnos en un interlenguaje, a menudo nos incomunican en una falta o falla de complicidad interhumana. Pero solo el amor, ridiculizado por el poder como cosa de mujeres, es el cemento o argamasa simbólica, el alimento del sentido consentido, lo más sagrado y lo más profano, lo más religioso y lo más secular, lo más de derechas y lo más de izquierdas, lo más masculino y aún más femenino, así pues lo más mediador de los diversos. Sólo el amor es lo más lúcido y lo más lúdico, lo sublime y lo subliminal, lo más terrestre y lo más celeste. La gran mediación, la gran implicación, la gran inclusión, el gran medio y remedio radical de nuestra melopea humana, si lo dignificamos y lo tomamos en serio y ya no en serie.

Solo se ama lo que no se posee, decía M. Proust. Esta es la clave de las coexistencia humana, el amor no posesivo, la apertura frente a la cerrazón ya que, si no siempre es posible ser amado, siempre es factible amar al otro/otra compasivamente como un pobre mortal. El reformador Lutero identificaba el pecado como la encurvatura del hombre encerrado en sí mismo. En esta cerrazón nos va la penitencia, pero en la virtud del amor nos va su gozo, que no es encurvatura sino apertura radical al otro, el cual es tan pobre hombre como yo mismo; lo cual no quita por cierto, sino que pone o propone, la justicia democrática universal. Y es que el amor configura el sentido no solo de la vida sino también de la muerte. No se puede vivir y morir odiando recalcitrantemente, no se puede vivir y morir enquistado por el rencor belicoso o beligerante, bastante guerra nos da ya el sufrimiento natural al hombre. Al final, uno debería perdonar y ser perdonado para poder alcanzar la paz perpetua tras tanto litigio en este crudo mundo. H *Filósofo