Avanzaban por el pasillo. Se volvió. Unos metros más atrás él la seguía. Sonrió. Siempre caminaba más despacio. Cuando le conoció le sorprendió su parsimonia. Aún se impacientaba con su ritmo lento. Giró la cabeza y siguió caminando. El amor, pensó. Qué cosa más extraña. El hotel estaba lleno de parejas, unas jóvenes con niños buscando unos días de sol junto al mar. Muchas más de jubilados, cabezas canosas, cuerpos a los que el tiempo había privado de todo esplendor. Ocupaban las mesas de desayuno, las tumbonas de la piscina ordenadamente sentados de dos en dos. Los imaginó en sus puntos de salida. Aeropuertos de Copenhague, Manchester, Estocolmo, Ámsterdam, Frankfurt...

Ancianos de toda Europa llegaban hasta la costa andaluza para estar más juntos que nunca. Una sola habitación. Sin amigos, ni familiares, ni posibilidad de distracción del otro. Conocerse tanto y aún querer estar juntos. Qué extraños son los humanos, pensó. Qué extraño es el amor que une a las personas cuando su función reproductiva caducó hace décadas.

El pasillo era interminable. Para ahorrar energía contaba con sensores que lo iluminaban por tramos breves según avanzaban. Así pasaban de una oscuridad a otra, sin saber muy bien qué dejaban atrás ni qué les esperaba unos metros más adelante. Si hubiera ido sola se hubiera inquietado, pero iban juntos, aunque él siempre caminara unos metros por detrás y ella rápida, impaciente, abriera el camino. El amor. Qué fortuna tenerlo.

*Escritora y guionista