La soledad de un escritor ante un folio en blanco viene altamente recompensada por la respuesta popular de lectores desconocidos, que emergen de la penumbra para establecer una complicidad mágica con el autor, siempre envuelta en un halo de misterioso afecto. Ana María Matute ha sido afortunada, porque supo crear un hilo de fraternidad universal con su prosa, a la vez lírica y realista.

Con hondas raíces en la tierra calcinada de la posguerra, los primeros años de Ana María bebieron de las aguas turbulentas, del hambre y la penuria cultural, de la sinrazón y desvaríos contemplados con su mirada de niña y adolescente; esa mirada bañada en zozobra e incomprensión que con tanta lucidez trasladó a su obra. Maestra de maestros, Matute se recreó en otros mundos surgidos de la vitalidad que nace en la infancia y que no se olvida jamás; es el suyo un universo fantástico teñido de ineludible pesimismo, conexión entre ese escenario forzoso en el que transcurre la existencia y la ilusión por escapar de él algún día. Ana María, tal y como nos muestra en su Pequeño teatro, aprendió a sobreponerse a la malsana iniquidad de una realidad absurda y nos señaló el camino de la felicidad, del triunfo de los sueños, con la esperanza de que nunca más, una de aquellas dos Españas de Machado torne a helarnos el corazón.

Propuesta para el Nobel de literatura de 1976 y, por fin, Premio Cervantes en 2010, Ana María Matute fue Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil en 1984 y desde 1996 ocupaba el sillón K en la Real Academia Española, siendo la tercera mujer en formar parte de la institución. La autora de Olvidado rey Gudú nos ha dejado, pero sus palabras permanecerán para siempre con nosotros. Escritora