En el proceso de deterioro o disolución de valores democráticos hay que consignar, cada vez con mayor evidencia, la lucha despiadada entre dos de los poderes fundamentales de los Estados: el ejecutivo y el legislativo.

Así, vemos cómo Boris Johnson ha desafiado al Parlamento británico, cuna de una larga tradición, por no plegarse a sus deseos. Así, hemos visto cómo Donald Trump ha hecho y sigue haciendo todo lo posible por desacreditar a los representantes de la Cámara, y a la propia Cámara de representantes de los Estados Unidos de América. Así, Maduro ha sido capaz de alterar la Constitución de su país para permitirse establecer un Parlamento a su medida. Así, Putin, con su domada Duma. Así, lo que acaba de intentar Salvini en Italia, esa moción de censura, frenada in extremis, que habría abierto la puerta a los populismos... Así Urban, Bolsonaro, Duterque...

Y, sin embargo, el fenómeno no es nuevo. Probablemente sea tan viejo como la humanidad, o como la vieja Roma.

En su foro tuvieron lugar los primeros enfrentamientos entre republicanos y monárquicos, entre los partidarios de un régimen representativo, encarnado por el Senado del Pueblo Romano, que nombraba los cargos militares y civiles, y de los de una dictadura militar que depositase los principales poderes en manos de un emperador. Desde la rebelión de los Gracos a la reforma de Sila, a los éxitos y abusos de Mario o a la muerte de Julio César a manos de Bruto y otros defensores de la República, esa tensión entre una y otra forma de gobierno condicionó las luchas intestinas por el poder, sentando un largo antagonismo entre los dos modelos.

Mike Duncan, en su ensayo Hacia la tormenta (Ariel), ha meditado en profundidad sobre las últimas décadas de la República romana, tratando de encontrar analogías con la época actual, descubriéndolas y opinando que nos hayamos «en algún punto entre las guerras de conquista y el auge de los césares».

Finalmente, Roma se inclinó a la dictadura y las instituciones republicanas dieron paso a los cesaratos, con su corte de violencia, intolerancia y corrupción.

Ojalá no sigamos ese camino...