Una sanidad pública de alto nivel, el efecto de la dieta mediterránea sumado a otras medidas higiénicas y un mínimo rechazo hacia el pernicioso sedentarismo constituyen las claves donde parece residir el elevado grado de longevidad alcanzado en España. Por más que, en boca de emisarios pesimistas, todos o alguno de estos factores sufran en la actualidad la amenaza de un detrimento anunciado, lo cierto es que caminamos hacia un país de viejos, inmersos además en un marco descarriado, pues mientras se prolonga la esperanza de vida, cada día nacen menos niños.

Por desgracia, llegar a viejo no es una bendición si falta la salud. Nadie desea vivir muchos años, sino hacerlo con una elevada calidad de vida y recibir cada amanecer con la alegría de disfrutar un nuevo día pleno de satisfacciones; pero para una gran mayoría semejante felicidad se esfuma entre los dedos de sus manos afligidas y tendidas hacia el otro lado vacío de la cama. En efecto, es la soledad antes que la enfermedad el peor de los males de la ancianidad, algo que terminará por afectar a muchos mayores y los hacinará deprimidos en residencias.

En Navidad, la soledad se hace notar más, lo que suele promover pequeños y ocasionales gestos de acercamiento que invariablemente se desvanecen antes del día de Reyes. Si, al menos, el anciano pudiera permanecer en su hogar el mayor plazo viable, el abandono sería más llevadero, entre el mobiliario y enseres que le han acompañado durante los últimos años y forman parte de su existencia. Con un poco de ayuda material y asistencial, ello sería posible, a la espera de que redescubramos una fórmula mágica para afrontar con éxito la soledad, tal y como sucedía antaño en las culturas ancestrales.

*Escritora