La reivindicación de la masacre de Madrid por parte del terrorismo islámico, emitida a última hora de la tarde de ayer, no contribuyó a solucionar nada, ni a consolar a nadie, pero provocó un súbito giro en la lectura de la monstruosa agresión.

Momentos antes de que se conociera la noticia, a través de la agencia France Press, que citaba fuentes directas de la organización Al Qaeda, el monarca español comparecía en televisión para consolar a los familiares de las víctimas y subrayar la vigencia de la Constitución y la firmeza del Estado de derecho en su lucha contra el terror. Sin embargo, por lo que respecta a la autoría, el rey la atribuyó genéricamente a los zarpazos del terrorismo, sin concretar ni delimitar más esa referencia global. Como si en esos momentos en Zarzuela existiera alguna duda sobre la identidad de los autores materiales de los crímenes.

Bien es cierto que la fecha elegida, el lugar y el objetivo apuntaban en un principio a ETA, pero desde el primer momento se conocieron algunos detalles que no encajaban del todo con el modo operativo de la banda independentista.

El ataque, en efecto, había sido preseleccionado contra un segmento aleatorio de la población, buscando provocar una matanza entre trabajadores, estudiantes y pasajeros corrientes entre los que no se contaban autoridades o miembros de las fuerzas de seguridad, pero sí numerosas mujeres, ancianos y niños. No se cursaron llamadas de advertencia, ni se produjo reivindicación alguna en las horas siguientes. El número de artefactos explosivos, superior a la decena, parecía excesivo y, aunque la sombra de Hipercor, tapando esas y otras sospechas, hacía entrever la mano de ETA, el Ministerio del Interior cometió un grave error al dar por sentada precipitadamente su implicación (que acaso no habría que descartar por completo) y su culpa.

Si se demuestra, como parece, que los hilos de Bin Laden han servido esta vez para descarrilar doscientas vidas de españoles inocentes, la intencionalidad del atentado sólo podrá explicarse en relación con nuestra participación en la guerra de Irak, iniciada, no lo olvidemos, por tres potencias occidentales: Estados Unidos, Gran Bretaña y España. Habríamos sufrido, en ese caso, las consecuencias de una fría y sanguinaria venganza urdida por fanáticos religiosos, sí, por terroristas internacionles, también, pero en última instancia como respuesta a nuestra participación en una operación militar que todavía hoy mantiene en condiciones de ocupación a un país árabe.

La circunstancia de que el ministro del Interior, Angel Acebes, no tuviera la menor información sobre la posibilidad de un ataque islámico de esta envergadura, añadida a su error de concepto en el primer análisis de la masacre, han dado como resultado una sensación de inseguridad e improvisación que sólo pueden solventarse con su dimisión inmediata.

La matanza ha cerrado con un telón de sangre la campaña electoral, pero no debe influir en su resultado. Lo contrario, votar con el corazón encogido, con el miedo en el cuerpo, equivaldría a admitir el triunfo del terror, y a renunciar a nuestras mejores armas: la democracia, la libertad.

*Escritor y periodista