Pocas estatuas hay dedicadas a María Moliner, la filóloga que tuvo a bien dar a luz al diccionario que lleva su nombre, una figura que, a pesar de su trascendencia, en gran medida sigue siendo desconocida y en cierto modo invisible. Si bien, su nombre da vida a diversos espacios por la geografía española, especialmente en Aragón, donde desde la calle en Andorra a la plaza en Monzón siguen evocando su nombre, a penas en el pueblo que la viera nacer un 30 de marzo se erige un busto en la glorieta que invita al paseante a recorrer su ciudad interior y a aprender de los tiempos y espacios, sus autores y los valores que se les atribuye en relación a su espacio personal, su identidad y su propia existencia. En este sentido, no es casual que de entre los espacios memorísticos alzados en su honor sean las bibliotecas -ya sea la de la Universidad de Filosofía y Letras o su hermana pequeña, la municipal de la Magdalena en Zaragoza- los más paradigmáticos de todos. ¿Qué mejor manera si no, de honrar la memoria de quien mediante su ingente trabajo supo ordenar el uso del español que dos edificios repletos de palabras en los que se aprende lo que los profesores, en su momento, tenían miedo a enseñar?

En cualquier modo, en vísperas de su aniversario, es probable que el lector tenga a bien activar los mecanismos de memoria/olvido, identidades individuales/colectivas y en el conjunto de rivalidades memorísticas, organizadas, impuestas y elegidas, termine por atreverse a mirar al espejo que María Moliner ofrece y en el contemplar de su imagen acabé por confundirse con el de ella.

En ese caso valgan estas líneas para invitarle a no ceder en su empeño, bucee por el pasado de nuestra geografía, sin banderas ni telas que empañen el juicio, para alcanzar la isla memorística de María Moliner y, por ende, la historia de una mujer que atraviesa el siglo XX e interpela al XXI. Quién sabe si así, en el mar de relatos impuestos y el tsunami de la exhibición de «símbolos patrios» que tienden a adornar las gradas del respetable, alcancemos espacios disidentes en los que el concepto de patria, nación y Estado, no generen la pretendida confusión que tanto conviene a los defensores de fabulaciones igual de románticas que peligrosas.

Y es que cuando se paraliza a la sociedad ante la marcha vertiginosa de la sinrazón y la retahíla de palabras huecas que se vierten en contra de la Memoria Histórica, es precisamente cuando más se debe hacer acopio de palabras sosegadas, repletas de significado, para esgrimir discursos que permitan reencontrarnos en relatos coherentes, valientes y honestos. Solo con ellas, con las palabras con las que uno siente, se viste y se desnuda, vive, convive y muere, las hijas de la lexicógrafa que estuvo condenada a vivir en el exilio interior, podremos reconstruir la voz de quien supo susurrar desde el silencio impuesto para acabar prevaleciendo al mundanal ruido de los que exilian. Esas palabras llenas o vacías, que sirven para mentir, pero también para señalar la mentira siempre injusta. Hágame caso, quédese un rato ante el destello de la panicensa y antes de pasar página deténgase por un momento a ordenar de nuevo las palabras que configuran su relato.

Reconstruida su imagen podrá recoger los vocablos desperdigados y las voces rotas de los que promulgan que volver la vista atrás solo sirve para reabrir heridas y nos tildan de «abuelos cebolletas» a los que no queremos olvidar el pasado, aunque probablemente nunca hayan oído hablar del célebre personaje de la familia de Manuel Vázquez. De este modo, frente a los que las vacían, volverá a llenarlas de significado… de razón, esa misma que siempre acaba por rememorar el diccionario de María Moliner.

*Profesor, historiador y doctor en filología.