El cuerpo humano es el símbolo real del alma, como una "palabra visible" que muestra la dimensión profunda de la persona. Es la presencia auténtica del hombre cuando está realmente aquí, de verdad, y a veces la real presencia de una ausencia cuando no está para nadie en este mundo y es como si no fuera. Pero de una u otra forma, el hombre --aunque esté en la higuera-- existe solo y siempre en su cuerpo y por su cuerpo.

La conducta y los gestos de una persona, el lenguaje corporal, el uso o el abuso que se haga del cuerpo y de las cosas con el cuerpo, dice tanto o más de un hombre que sus palabras. Cerrar la televisión o la radio que nadie oye, usarlo todo como es debido, manejar los instrumentos con destreza, saber lo que uno hace y estar en lo que hace, es estar aquí como un sujeto ocupado entre las cosas y con ellas: cuidar y cuidarse del entorno inmediato y del medio ambiente en general. Es estar aquí y a la vez en todo. Y lo contrario un abandono y un abuso.

Y lo mismo en relación con las personas. Acercarse a los otros, salir de casa para encontrarse con ellos, conversar y convivir con todos o al contrario: salir para ofender, negar el pan y la palabra a quien la pide, llegar al cuerpo a cuerpo en la pelea, no es lo mismo que llegar a la comprensión, a la concordia, a la compasión o al abrazo. Pero es también una manera de estar en el mundo. Como lo es pasar de todos y de todo sin estar aquí para nadie y andar por ahí perdido sin encontrarse con otros.

UN GESTO COMO apagar la luz que no hace falta, como se cuenta de Francisco, es un modo de estar entre las cosas de este mundo, de nuestro mundo --que es la casa de todos-- y de cuidarse de ella. Me conmueve esa sensibilidad y ese cuidado en el manejo de lo que es manejable: las cosas, los utensilios, los medios, los recursos... Y me recuerda la buena administración que exigía San Benito a los ecónomos o mayordomos: "Elíjase como mayordomo del monasterio a uno de la comunidad que sea sabio, maduro de costumbres, sobrio y frugal (....) Que cuide todos los utensilios y bienes del monasterio como si fuesen vasos sagrados del altar" (Capítulo XXXI de Las Reglas).

Pero si el cuidado de la casa y de las cosas es importante ¿qué diremos del trato con las personas? Que debería ser exquisito, delicado, respetuoso, atento, justo y servicial empezando por los más pobres... y que la política del gobierno y de los ciudadanos --es decir--, de todo el pueblo soberano debería estar por encima de la economía y de la administración de las cosas.

También en relaciones humanas resulta fascinante el lenguaje corporal del Papa. Dejar la silla gestatoria y los mocasines rojos para bajar a la calle con las sandalias del pescador, acercarse a la gente hasta dejarse tocar, su manera sencilla y rocera de comportarse me recuerda el gesto de una madre que se sentaba siempre en el borde de la silla baja para estar más cerca de su hijo sentado a su vez en otra. Cada uno en su sitio y lo más cerca posible. Porque solo así, al aproximarse uno al otro, se sabe quien es el prójimo.

En el universo semántico de ese lenguaje hay otros gestos con los que Francisco hace una enmienda a la totalidad mundana de una institución que se ha alejado del Evangelio. Como si intentara desandar el camino para seguir al Nazareno hasta el final aunque sea dando tumbos. No desde el poder y hacia el poder de los poderosos de este mundo, del poder bruto que embrutece y que hace todo lo que puede para hacer siempre lo mismo: más poder --como el dinero que solo hace dinero-- sino desde la debilidad del amor que es más fuerte que la muerte y de la vida que se gana cuando se entrega.

El cuerpo de Cristo, la presencia de Cristo en el mundo, no es la Iglesia como institución propiamente dicha. Que eso es lo que vino después de Cristo: la corporación de los cristianos, y una institución de este mundo. El cuerpo de Cristo, como presencia de Cristo, es la reunión de los discípulos de Jesús que comparten su espíritu. Al apagarse el faro de la Cristiandad en el ocaso de Occidente, comprendemos que no hay más cera que la que arde. Ni más luz que no prenda en este cirio. Esa es la cara de la cruz, la presencia de un amor fraterno derramado en los corazones.

A los que dicen que todo eso son gestos, les diría que la esperanza es lo último que se pierde y un valor muy escaso.

Y les pediría que no apaguen el pábilo vacilante.

Filósofo