Tras el titular grueso, el que daba cuenta de la suspensión del plan privatizador de la sanidad madrileña, se escondía esta semana otro anuncio de gran carga simbólica: la dimisión de un alto cargo político. Motu proprio o invitado a hacerlo, Javier Fernández Lasquetty dejó su puesto como consejero en el Gobierno del popular Ignacio González. No parece que este delfín de Esperanza Aguirre y notable baluarte de FAES vaya a tener problema en recolocarse, aunque su gestión no haya generado, precisamente, paladas de adhesiones. Pero, quizá sin pretenderlo, el ya exconsejero pase a la posteridad por protagonizar una noticia en toda regla, pues, como es sabido, en este país nunca dimite nadie. El apego al sillón, llueva lo que llueva, no es patrimonio del PP. Durante su larga historia, los prebostes del PSOE --en Aragón, habría que sumar los del PAR-- también han dado sobradas muestras de que marcharse tampoco es lo suyo, aunque las circunstancias y un mínimo sentido de la decencia lo aconsejaran. En Andalucía, el socialista José Antonio Griñán dio un paso atrás, sí, pero como diría aquel, se fue solo un poco. Puede que algún estudio determine en un futuro que tan arraigada actitud obedece a un hecho cultural. Pero sorprende que en países con menos pedigrí democrático la dimisión forme parte de los resortes naturales con los que sus sistemas políticos se van regenerando. Por desgracia, bajarse del pedestal no se lleva en España. Aunque en el ambiente floten, por ejemplo, escandalosos casos de corrupción. Periodista