De entrada diré una tontería: en verano no debería morir nadie. Pero la experiencia nos dice que esto es insostenible. Quizá los demógrafos nos harían ver que esta larga ausencia de defunciones provocaría un caos. El relativo equilibrio entre defunciones y nacimientos que está presente en nuestra sociedad funciona como un regulador de entradas y salidas, si se me permite decirlo así.

Uno de estos factores reguladores es la práctica de las imprudencias. En verano, y en general los días de vacaciones, los automóviles multiplican su presencia en las carreteras y paralelamente aumenta la posibilidad de contemplación de los paisajes. No todos los automovilistas saben abstraerse rigurosamente de esta contemplación. Cuando yo conducía no era muy simpático con mis compañeros de viaje, lo reconozco. Pero a cambio de simpatía compraba tranquilidad. La presencia del «¡mira, mira!» no me ha hecho volver nunca automáticamente la cabeza. Pero la volví a menudo en aquellos tiempos en que iba a pie por caminos modestos, en los que a menudo no encontraba a nadie. Solo podía aparecer, inesperadamente, un hombre que, más allá, trabajaba en un campo. Tenía tiempo para detenerme, o para acercarme a él, sin ningún riesgo de chocar. Yo estaba quieto, él también, y solo viajaban las palabras.

Cuando trabajamos, es aconsejable no distraer a los escritores, a los pintores, a los obreros, los cirujanos...

Quizá no hay nada tan poderoso como el silencio.

*Escritor*