La política de gestos suele ser resultona de hoy para mañana y casi siempre presenta inconvenientes para después. El retorno del Aquarius era inevitable; porque la muerte se ha instalado en un Mediterráneo que siempre ofrecerá una vía de escape a los desesperados; porque Italia tiene un especial interés en agotar el humanismo de los gobiernos de la Unión Europea que todavía lo practican, y también porque las oenegés que todavía navegan viven acuciadas por la urgencia del minuto y no dudan en promover las contradicciones entre gobiernos amigos. Nada de esto pudo escaparse al análisis de la Moncloa cuando optaron por acoger a los 630 refugiados en el puerto de Valencia. El valor político, sin embargo, no puede quedarse petrificado en el instante de gloria, hay que renovarlo. Y la oportunidad no podía tardar en llegar, con el mismo buque de protagonista, con gentes anónimas idénticas a las afortunadas de hace dos meses. Pero ahora, el Ejecutivo de Sánchez no parece tan entusiasmado; ahora España no es puerto seguro según la ley y el barco no se encuentra al borde del desastre, dado que el número de rescatados está muy por debajo de la capacidad del Aquarius, por eso solo pueden acoger a una parte.Sánchez tal vez confió en que el episodio magnífico del primer Aquarius removería las conciencias de los mandatarios europeos, que darían con la solución al problema en una semana. Bruselas no es tan rápida y ha estado a punto de quedarse solo frente al Aquarius; al final, el gesto valenciano sirvió para algo, y la reunión con Angela Merkel, también.

*Periodista