Una de las tentaciones en las que más fácilmente caemos los contemporáneos es en la de pensar que los problemas complejos tienen soluciones simples. Los catequizadores de estas soluciones suelen proponerlas con carácter universal, y lo mismo se refieren a las relaciones exteriores internacionales que a los problemas de tráfico de una ciudad, al sistema educativo o a la organización del desarme mundial. No les arredra ni la universalización del conflicto, ni les achacará el que millones de persona no hayan encontrado neutralizar el conflicto del que se trate.

Hace poco, a raíz de la película de Amenábar, Mar adentro, surgieron adalides de la sencillez, que habían encontrado la resolución de todas sus dudas. Pero la realidad compleja suele persistir, y ahí tenemos a Arafat, mar adentro, ni vivo, ni muerto, rodeado de los intereses políticos, en los que se mezclan odios, envidias y deseos de sucesión, y, por otro, los familiares, en los que no faltan pasiones. Arafat, además, no está en situación de dar su opinión, y allí se encuentra, ni vivo, ni muerto, ni en este mundo, ni el otro, sin que ni siquiera sepamos si oye algún sonido, alguna palabra.

Podría ser un señor anónimo, nada relevante, y también estarían los intereses de la familia, y las circunstancias económicas, porque no hay sistema sanitario social que se pueda permitir que los enfermos continúen en coma más allá de un determinado periodo de tiempo. ¿Cuánto? ¿Quién decide? Durante los últimos coloquios sobre la eutanasia he escuchado y he leído afirmaciones nada tranquilizadoras. Por supuesto de los fanáticos de la simplicidad. La duda, que me parece una consecuencia lógica intelectual, cuando nadie sabe todo de todo, tiene mala fama. Pero siempre es preferible a la convicción apasionada. Sobre todo, porque las soluciones simples son, la mayoría de las veces, desahogos de simplistas, que crecen en el mar de la simplicidad y suelen llegar a casi todas las playas.

*Escritor y periodista