El chiste era que a los árbitros de fútbol se les nombraba con sus dos apellidos porque así el público podía acordarse de su padre y de su madre. Tal chascarrillo da por supuesto que el juez del partido puede ser vilipendiado sin contemplaciones tan pronto tome una decisión que, equivocada o no, perjudique a los colores mayoritarios de la grada. Como pueden ser vejados, sin mayores problemas, los jugadores y técnicos del equipo contrario, ultrajadas las ciudades o las comunidades que representan, zaheridas las aficiones contrarias. El fútbol es así, que dicen los clásicos.

Alarmados por el último suceso gravísimo, la pelea que le costó la vida el pasado 30 de noviembre a un aficionado ultra del Deportivo de La Coruña, los dirigentes del deporte han decidido abrir una guerra contra la violencia verbal en los estadios, al considerarla antesala de la violencia física. Una guerra que tienen muy difícil ganar.

Porque el sentido común dice que hay insultos e insultos y que no es lo mismo un cántico contra un árbitro que acaba de anular injustamente un gol que otro que se burla de un jugador que murió de forma súbita sobre el césped. El problema insoluble, la fuente de los futuros conflictos, será poner límites. Mientras la Liga de Fútbol Profesional proseguía con su cruzada al denunciar a cinco clubs, mucha gente se divertía en Twitter proponiendo estribillos aceptables para las autoridades (CanticosCorrectos) como el de: "Árbitro, bribón, me dañaste el corazón".

Periodista