V Vale más hacer y arrepentirse, que no hacer y arrepentirse. Esta frase de Maquiavelo apuntaba maneras, ya en el siglo XVI, sobre la aplicación de la psicología a la política. Desde entonces mucho se ha estudiado y experimentado sobre el arrepentimiento. En primer lugar debemos señalar que este sentimiento personal en forma de lamento se refiere tanto a lo hecho como a lo no realizado. Conjuga, además, factores emocionales y racionales en diferente medida, lo que suele conllevar a confusión y dificultad de análisis psicológico. En sus expresiones clínicas más llamativas nos encontramos con un trastorno tan grave como es la psicopatía. Se suele decir de los psicópatas que no tienen sentimientos. No es cierto. Los tienen. En cambio, lo que manifiestan es la ausencia de arrepentimiento.

En política el arrepentimiento es pobre y poco reconocido. El condicional que se suele utilizar es la confirmación de que no se asume. «Si he ofendido a alguien», «si alguien se ha podido molestar». La carga de lo dicho y hecho queda en el afectado y no en el promotor. No hay arrepentimiento. En otro tramo, más aceptable, se sitúan las disculpas. «Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir». Aunque no se explica por qué, ya que es vergonzante. Al menos se asume, en un grado superior y personalizado, la autoría del mal comportamiento. Lo ideal sería que se diera un paso más y se detallaran, públicamente, las razones de esa responsabilidad. Pero quizás esto sea demasiado incluso para los detractores de Maquiavelo.

Nos gusta señalar estas conductas en dirigentes y figuras públicas. Lo que refleja, en alguna medida, la derrota del poderoso. Pero resulta más interesante el análisis psicológico del arrepentimiento en decisiones personales de los votantes. A quienes no compartimos los resultados de unas elecciones o consultas nos resulta gratificante la confirmación, desde la lejanía, del error. Lo que a su vez nos atribuye un acierto indirecto. «Que se fastidien (por ser correctos), que no le hubieran votado». Nos imaginamos a los electores de Trump, Bolsonaro y Salvini profundamente arrepentidos del apoyo erróneo que les han dado. Pensamos en los miles de andaluces que ahora no hubieran votado a Vox. Nos acordamos de los británicos que piden un nuevo referéndum exculpatorio para pedirnos de rodillas que les devolvamos esa ciudadanía europea a la que aludía Rajoy. Siento amargarles la lectura de este artículo. No es así. Desde la psicología social sabemos, dese hace tiempo, que las personas mostramos escasas dotes de arrepentimiento tras la toma de decisiones. Es más, las investigaciones en este campo nos vienen demostrando que, tras tomar una determinación, lo que hacemos es buscar y confirmar todo aquello que nos reafirma en la misma. Así lo demostró Festinger en 1957. Este psicólogo social desarrolló el concepto de «disonancia cognitiva». De forma muy resumida nos dice que cuando las personas perciben discrepancias entre sus conductas (o emociones) tienden a justificarlas, con todos sus medios, y no a reconocer sus errores. Estudios experimentales demuestran que las personas que han hecho algo tan simple como comprar un coche, siguen buscando y leyendo información sobre ese mismo modelo, que ya han adquirido, para que les reafirme en lo ya decidido. Más recientemente otro estudioso del arrepentimiento, el psicólogo Thomas Gilovich, concluyó en 1994 que las personas tienden a lamentar más las cosas que no hicieron que las que ejecutaron. Si bien matizó que las inacciones parecían lamentarse más a largo plazo y las acciones de forma más inmediata.

Así que yo no me haría falsas ilusiones de un cambio radical, y sobre todo rápido, de la modificación del voto por eso del «ahora os vais a enterar». Tenemos razones científicas para esperar más de la futura movilización de sectores hasta ahora distantes de las urnas, y de la recuperación de la confianza entre los abstencionistas cercanos, que del arrepentimiento de votantes, tan volátiles como asiduos de los colegios electorales. Sugiero que centremos los esfuerzos en ese objetivo. Los telepredicadores de la próxima campaña electoral pueden sentir la llamada divina para ejercer un exorcismo masivo que atraiga o expulse a los demonios de las papeletas. Pero será más eficaz un lenguaje sencillo, honesto y sosegado. La democracia no es emotiva. Y hoy muchos la quieren pervertir a base de visceralidad para que decidamos, exclusivamente, de acuerdo con el sistema límbico de nuestro cerebro. Allí donde se regulan los instintos. La democracia es científica, racional y, algo muy bueno, escéptica por naturaleza. Lo que nos obliga a contrastar la información para decidir libremente. Por eso puede resultar más aburrida. Pero es más sólida, permeable y plural. Y además es el único sistema de gobierno con garantía de futuro común. Será mejor que utilicemos la corteza cerebral. Piénsenlo bien a la hora de votar. Les garantizo que no se arrepentirán. <b>*</b>Psicólogo y escritor