Aprendí a hablar y a escuchar por vez primera chapurreando el catalán como todos los de mi pueblo, y a leer y escribir en castellano. Aprendí la lengua del lugar, la de mis padres, la de mis paisanos , la que da nombre a las cosas y a las gentes de la tierra, a lo que se cría allí en la huerta, a lo que nace y crece con sus habitantes, a lo que cuidan o cultivan, a lo concreto; me refiero a una lengua vernácula que es ecológica naturalmente, a una variante entre otras de la lengua catalana ya sea de Barcelona -que está muy lejos- o la de Maella que está solo a ocho kilómetros aguas arriba del Matarranya y en la que dicen çeledonia a lo que nosotros en Favara decimos madalena.

Soy un niño de la guerra, cuando comenzó tenía solo seis años. Y después de ochenta y pico, todavía me resiento de lo que pasó y reviene en mi interior lo que estaba pasando. Casualmente ayer leí un artículo en el bar sobre el tenedor. Aprendí que fue probablemente Carlos I quien empleó en España el tenedor para comer y, por asociación, me acordé de la cuchara y de una pintoresca versión gastronómica de la Internacional que cantaban los rojos con esta letra: «Arriba los de la cuchara, / abajo los del tenedor. / Que mueran todos los fascistas / y viva el trabajador».

Los de la cuchara son obviamente «los parias de la tierra» y «la famélica legión» de la Internacional, frente a los burgueses opulentos del tenedor. Y lo que se quiere es la revolución, que estén arriba los que están abajo y a la inversa. La metáfora nos remite a un contexto de miseria en el que los jornaleros compartían el recapte comiendo en la misma paella al ritmo de cucharada y paso atrás. Se cuenta que cuando un compañero -por ejemplo, un segador de la misma cuadrilla- se saltaba esa regla, perdía la vez y tenía que dar una vuelta a la masía mientras los otros aprovechaban la ocasión comiendo en turno más deprisa. Hoy todos comemos ya con tenedor y cada uno en su plato. Pero entonces la desigualdad era mayor. Aunque la hay todavía, incluso en España. Sin embargo, esto no justifica que pasara lo que pasó o que tenga que pasar de nuevo para avanzar hacia la igualdad y la fraternidad soñada.

Pero no es de eso de lo que quería hablar, de la cuestión social propiamente dicha, de ricos y pobres, sino de la situación lingüística -que ha mejorado, eso pienso- pero que persiste en las comarcas orientales de Aragón. En 1984 asistí en Benavarri a la presentación de un libro de Richard A. Barret, traducido al castellano del original inglés con el título de Benabarre. La modernización de un pueblo español. En dicho libro se describe el domino de una lengua sobre otra, del castellano que hablan los notables ordinariamente sobre la que habla el pueblo llano salvo que se dirija y escuche a los señores: «Los notables -dice el autor- hablan castellano, la lengua oficial del país y la común a la clase culta española. Incluso aquellas familias burguesas que residían permanentemente en Benabarre hablaban castellano. El resto de los benabarrenses hablan ribagorzano, la lengua característica de todos los pueblos de la zona colindante» (Comisión Cultural del Ayuntamiento de Benabarre, Barcelona 1984, p. 50).

En este contexto de disglossia o dominio de una lengua sobre otra, se comprende que en muchos pueblos donde los bandos se pregonan diciendo que «por orden del señor alcalde se hace saber» y la sardineta de Tarragona se pregona o pregonaba antes como en mi pueblo en catalán, se comprende que se diga «tenedor» como en castellano a lo que los catalanes llaman «forquilla». El dominio del castellano se hace valer. Si chapurrear es hablar mal, se entiende que en los pueblos donde se habla catalán mal que bien, se rece a Dios en castellano -o en cristiano- y se blasfeme casi siempre en la lengua del lugar como un patán.

Reconocer que el ribagorzano es catalán, un dialecto del catalán, es un paso que podía darse. Y otro que se aprendiera a hablar bien lo que se chapurreaba. Otro que se use la lengua del lugar con la cara alta y oficialmente, incluso en ocasiones solemnes políticas o litúrgicas (que viene a ser lo mismo: actos de «oficio público») y por último -que es lo primero- que se aprenda en todas partes a escuchar y a conversar, que lo de menos es la lengua que se habla sino entenderse con todos dialogando. Que esa es la palabra cabal que nos hace humanos: lo que nos define, distingue y nos eleva a todos por igual a la misma dignidad y categoría humana.

Los que cantaban en castellano lo de la cuchara eran los mismos rojos que me enseñaron a leer en esa lengua. Los maestros que llegaron después de Franco cambiaron los libros de lectura en la escuela. Corazón fue sustituido por otro titulado Glorias imperiales. Unos y otros ignoraron en la escuela la lengua del pueblo. Algún paso se ha dado con la enseñanza de la nostra llengua en nuestras escuelas. Pero el camino es largo, companys o compañeros para el caso.H

*Filósofo