Sin ser nada nuevo, la arrogancia se ha convertido en la actitud entre las actitudes en estos tiempos de cólera y fiebre perpetua. La historia está repleta de personas que se han considerado superiores y desde esa falsa atalaya en la que se instalaron, bien por propia osadía, bien aupados por la osadía de otros, todo o casi todo tenía cabida. Tenía cabida el insulto, el maltrato verbal, el ruido e incluso en el rubor más esquizofrénico de su propia arrogancia se consideraron líderes de cuantas causas podamos imaginar: espirituales, políticas, sociales, religiosas, culturales...

Digo que la arrogancia se ha convertido en la actitud entre las actitudes porque la observamos a diario en las redes sociales y en ocasiones esa arrogancia, mal medida y peor gestionada, ha llevado a que miles de personas tomaran el Capitolio como si de la más burda fiesta de disfraces se tratara. Esa misma arrogancia despunta en declaraciones de determinadas personas dispuestas a ofrecer espectáculo a cualquier precio y en todas las ocasiones, y la encontramos en palabras que son las de nuevos rebeldes sin causa que incitan a a la violencia, se revelan machistas y terminan convertidos en una mala imitación del “enfant terrible”, sin entender que su opción ya no es ni transgresora ni vanguardista.

La arrogancia no gusta porque es vieja, es ruidosa y normalmente no tiene razón ni corazón, solo una pose de descaro sin gracia ni estilo. Pero que la arrogancia no guste, que la arrogancia acabe teniendo una dosis importante de osadía no es motivo para que alguien acabe entre rejas, golpeado o herido. La arrogancia en sí misma es una mala elección y un peor comportamiento, algo así como una adolescencia que no acaba y se perpetúa atolondrada en los retales de nuestro pensamiento sin que consigamos quitárnosla de encima.

A veces pienso que el mundo se nos escapa entre las manos y siento cierto miedo, porque no sé si seremos capaces de volver a la decencia que inspira el sueño de un niño o acabaremos aceptando el eufemismo de creer que nos entendemos cuando lo único que hacemos es ignorarnos y hacernos daño en nombre de una libertad que se ha convertido en la libertad de hacer y decir lo que nos dé la gana, sin saber qué daño hacemos y a quiénes, sin apenas reflexión, solo la del huracán que motiva nuestra escandalosa arrogancia, que lo es porque yo lo merezco en esta macabra fórmula de convivencia que nos estamos brindando.