Acaban de aparecer, felizmente agrupadas, las cartas, las legendarias cartas que Raymond Chandler escribía al filo de la madrugada, después de una jornada de duro trabajo frente a la máquina de escribir, una vez su mente había destilado la hojarasca de la creación, hasta quedarse en la pura esencia de los conceptos. Ideas y recursos, en su mayor parte, que guardan relación con su técnica literaria, precisa y fría como la hoja de un cuchillo bien afilado, pero también apreciaciones, ironías, aporías y juicios venenosos contra/sobre algunos de sus más afamados colegas de pluma: Erle Stanley Gardner, Cain, Dashiell Hammett, Ernest Hemingway, Agatha Cristhie y otros muchos que le interesaron en mayor o menor medida, o a los que simplemente destinó sus dardos críticos.

A Hammett, por ejemplo, Chandler lo respetaba bastante, pues dijo de él: "Hammett sacó el crimen del jarrón veneciano y lo arrojó al callejón; no necesita seguir ahí para siempre, pero fue una buena idea. Hammett devolvió el crimen a la clase de gente que lo hace por un motivo, no sólo para proporcionar un cadáver; y con los medios a mano, no con pistolas de duelo, curare o peces tropicales. Fue parco, frugal, duro, pero hizo una y otra vez lo que sólo los mejores escritores pueden hacer. Escribió escenas que parecía como si nunca hubieran sido escritas antes".

Recluido en su casa de LaJolla, o en las habitaciones de los hoteles de Hollywood, Chandler trabajaba alternativamente en guiones para películas --Tener o no tener, Perdición, La dama del lago -- y en su propia producción, parte de la cual habría de girar en torno al detective Phillipe Marlowe, de quien su creador, harto de que se le atribuyesen contenidos extraños, afirmaba que "tiene la conciencia social de un caballo". ¿Pero qué opinaba el propio Chandler de lo que estaba escribiendo? ¿Eran dramas? ¿Tragedias? ¿Novelas policiacas? No, si tenemos en cuenta y damos crédito a esta confesión: "Escribo melodramas porque cuando miré a mi alrededor era la única clase de ficción que encontré relativamente honesta, además de que no me llevaba a entrometerme a terrenos ajenos".

Chandler defiende la honestidad del artista. Que, para serlo, necesita reunir una condición sobre todas: la intensidad. "Cuando un libro llega a cierta intensidad de realización artística, se vuelve literatura. Esa intensidad puede ser cuestión de estilo, de situación, de personajes, de tono emocional, idea, o de perfección del control sobre el movimiento de una historia".

Contra lo que podríamos suponer, el maestro no escribía sus trama detectivescas conforme a un guión establecido. Fatigado quizá del método de Hollywood, donde la trama se analizaba una y otrta vez, implacablemente, dejaba fluir escenas hasta completar un borrador del que destilaría los episodios estrictamente veraces.

Chandler se define a sí mismo: "Conocerme es el fin de a ilusión" , afirma en una carta, invitándonos, como en sus tramas, a pensar justo lo contrario.

*Escritor y periodista