Uno de los rasgos más característicos del conocimiento humano es su necesidad de jerarquizar, esto es, la priorización o escala de todo lo plural y que, gracias al inglés, denominamos ranking. Cuando nos enfrentamos a lo complejo y múltiple precisamos establecer un orden en virtud del cual asignamos a cada cosa valorada un lugar, tanto da el ranking de calidad de universidades, el de los mejores restaurantes, las mejores playas o cualquier otro bien, producto o efecto que se les ocurra.

Hoy en esa línea me propongo defender la idea de que el establecimiento de límites, el de cualquier clase de límites en realidad, es un verdadero arte. Y lo es porque además de ser una técnica para ser eficaz y duradero precisa de la concurrencia de ciertas habilidades y como se diría hoy en día competencias, que quedan fuera de ese ámbito estrictamente técnico para adentrarse en lo creativo y, en ese sentido, en lo artístico. Ciertamente los límites pueden ser impuestos de muchos modos, más o menos democráticos, poco, mucho o nada violentos o coactivos, resultado en todo caso del ejercicio del poder. Pero los límites también pueden ser producto de la dominación y por ello encontrar, como claramente vio Max Weber, la adhesión espontánea y voluntaria de la suficiente proporción de la población como para otorgar a dichos límites legitimidad y, en consecuencia, estabilidad.

Por supuesto el arte de poner límites trasciende la esfera política y hasta pública pues tan complicado como establecer límites en esos terrenos es el de fijarlos en lo privado, doméstico y familiar. ¡Cómo no iba a ser de similar dificultad si quien pone límites opera como lo hace un dibujante al esbozar un trazo donde delimita el perfil de cada figura! Esto es, quien de-limita define y decide lo que quedará dentro y lo que se expulsará fuera: luego, en última instancia quien delimita, crea.

Hay espacios donde se aúna la complejidad de la definición de los límites públicos y privados, lo que traducido vendría a ser la institución de lo admitido frente a lo prohibido y uno de esos espacios es el patriotismo. Palabra y de paso concepto que, a su vez y para muchos, está en el límite de lo pronunciable y por ello defendible pero idea que, a mi parecer, aúna lo público y lo privado pues va de un terreno al otro sin solución de continuidad al incorporar razón, emoción, historia e identidad, demasiados elementos como para no ocuparlo todo.

Y sí, por un lado nos topamos con el término «patriotismo» en el límite, por otro observamos que suma y mueve lo común y lo personal pero es que además aún es capaz de incorporar un tercer factor de complejidad pues cada vez más y más a menudo, a la luz de ciertos acontecimientos, declaraciones y descalificaciones, me pregunto: ¿cuáles son los límites del patriotismo? O lo que es igual, ¿hasta dónde se puede y debe llegar en su nombre, garantía y defensa? Y sinceramente tras pensarlo y repensarlo, creo que aun cuando los límites, como otros principios de nuestras vidas, están sujetos a ese motor llamado tiempo, nada debe hacerse u omitirse que dañe los derechos fundamentales de las personas siendo el de la verdad uno de ellos.

*Filosofía del Derecho. Universidad de Zaragoza