La turba de fascistas, insurgentes o terroristas domésticos que asaltaron el Capitolio fue la guinda del pastel en la legislatura del polarizador presidente Donald Trump. Su mandato será recordado por la historia como lo que siempre ha sido: un narcisista sin ningún respeto al orden natural de la democracia.

a consecuencia del populismo que aglutina a seguidores sin conciencia crítica ni espíritu democrático catapulta a un líder como Trump. O como Bolsonaro. O como Orban. Sus mensajes calan, polarizan y se difunden rápidamente.

Por ello importan las palabras en democracia. Y mucho más en un contexto de polarización violenta. En Estados Unidos, Donald Trump llamó a una guerra total por el fraude electoral, tildó de ilegítima la presidencia de Joe Biden y arengó a sus masas frente al parlamento. Los bulos diarios de un populismo nacionalista -y cutre- en Reino Unido terminaron por quebrar a la sociedad por la mitad propiciando un Brexit histórico que nadie hubiera imaginado hace años.

Y en España tenemos nuestra dosis cañí. Pablo Casado y Santiago Abascal han tachado de ilegitimo al gobierno de Pedro Sánchez; la extrema derecha ha instigado el acoso a la familia del vicepresidente Iglesias; los nacionalistas catalanes promueven la ruptura con un país mediante un plan coordinado sin acatar las resoluciones judiciales; o la protesta de la izquierda populista en España rodeando e increpando a parlamentarios en plena investidura de un presidente.

Derivas autoritarias

Cuando terminas por degradar las instituciones, relativizas la Ley o blanqueas a los que quieren acabar con el Estado de Derecho terminas provocando derivas autoritarias. El asalto al Capitolio es la constatación de que hasta las democracias más sólidas pueden terminar en el sumidero.

El fascismo o el populismo, tanto de izquierda a derecha, inocula sus mensajes en los parlamentos como un cáncer que consume la normalidad democrática. Alguno creerá que el asalto al Capitolio es un teatro, pero crea una tendencia peligrosa al posicionar a la referencia democrática de medio mundo como una república bananera.

Lo enmarcan Levitsky y Ziblatt en ‘Cómo mueren las democracias’: “Bajo el desmantelamiento de las normas básicas de la tolerancia mutua, subyace un síndrome de intensa polarización partidista”. Y es que jugar con la democracia alimentando a un monstruo que lanza señales de humo basadas en la intransigencia o en el sectarismo termina en una democracia quebrada.