En lo que va de año, al menos 44 periodistas han muerto en el ejercicio de su profesión. James Foley es la última víctima, pero su brutal decapitación por el Estado Islámico (EI) hace que sea una muerte distinta. El reportero había desaparecido en Siria en noviembre del 2012. Era uno de las varias decenas de periodistas, extranjeros y locales, secuestrados por esta organización yihadista, que se ha convertido en la mayor amenaza a la estabilidad en la zona. Foley, que ya había permanecido secuestrado 44 días en Libia, era uno de esos periodistas dispuestos a jugarse la vida para explicar al mundo lo que pasa en situaciones bélicas, para informar muchas veces acerca de lo que los protagonistas pretenden esconder y para transmitir el sufrimiento de los más débiles. Nuestra deuda con ellos es enorme. Barack Obama aseguraba el miércoles con toda la razón que EI no tiene cabida en el siglo XXI y que su país seguirá haciendo lo que debe hacer. No faltarán voces pidiendo una mayor intervención militar, pero la alta emotividad del momento requiere mantener la cabeza fría para responder al desafío yihadista.