A la conmoción por el salvaje asesinato de dos jóvenes mujeres policías en Barcelona se le añadió ayer la inquietud de saber que el sospechoso es un preso, condenado a 30 años por una violación con robo y lesiones cometida en 1992, que estaba de permiso. Si las fugas de pequeños delincuentes ya habían reabierto el debate sobre la política penitenciaria, este crimen ha de desencadenar una reflexión a fondo.

El imperativo legal y moral de intentar la reinserción de los presos implica asumir el riesgo que suponen los permisos y otras medidas reeducativas. Pero este peligro también obliga a extremar el rigor en el diagnóstico de cada caso, algo que no está claro que sea factible con los medios de que disponen las cárceles. Y, además, la evidencia de que un altísimo porcentaje de los delincuentes sexuales nunca pueden llegar a considerarse personas mentalmente sanas debería llevar a tratarlos como una excepción. En este caso, las medidas de relajación del encarcelamiento tendrían que estar drásticamente restringidas. Y, aunque sea difícil de plantear legalmente, conviene estudiar el ejemplo de otros países que planean formas de control de los condenados por estos delitos incluso después de cumplida la condena.