El 3 de agosto de 1936, hace ochenta y un años, un avión arrojó tres bombas sobre el templo del Pilar de Zaragoza. Se trata de un episodio tan ampliamente conocido, dentro y fuera de nuestro entorno, que resulta extraño lo complejo de un acercamiento objetivo a la realidad de lo ocurrido. En los últimos decenios se han ido desvelando, gracias a la labor concienzuda de los estudiosos de la historia, múltiples episodios del golpe de estado del general Franco, de la guerra civil y de la posguerra. Hemos analizado archivos de toda índole y se han prodigado tesis doctorales, libros y congresos. Pero poco se ha avanzado para aclarar lo ocurrido esa noche de luna llena sobre una Zaragoza a la que el general Cabanellas había condenado al apoyo de los sublevados.

Ni puedo ni debo asumir en este texto una función de investigación histórica que no me corresponde. Pero sí quiero exponer las dificultades con las que me he topado cuando, desde la simple curiosidad, he querido acercarme a lo ocurrido en aquella noche zaragozana. Todo ocurrió mientras preparaba mi novela El apalabrista (Ed.1001 ediciones -- 2016). Una ficción histórica, en clave de humor, que analiza algunos de los episodios que han recorrido nuestra ciudad, jugando con la realidad y la imaginación, para que sea el lector quien averigüe las posibles certezas. Con ese afán de escritor primerizo me dejé caer entre algunos textos y prensa de la época, con las consabidas versiones tradicionales --aunque contradictorias-- de lo ocurrido. También me topé con un artículo que, al inicio de la transición, se había aventurado desde el periódico Andalán a sugerir alguna hipótesis más atrevida de la pluma de José Ramón Marcuello con quien pude hablar al respecto. Así que la única certeza con la que me quedé fue que las bombas no podían explotar técnicamente al estar mal configurada la secuencia de su espoleta. Lo constata el informe técnico del parque de artillería de Zaragoza, que analizó a los pocos días del suceso la única bomba que no quedó destrozada y que se incrustó en la plaza junto al templo (curioso que en el interior del templo se exhiban dos de aquellos proyectiles). Nos lo recuerda la baldosa con su correspondiente inscripción que aún podemos ver allí.

Aquí termina la historia y comienza una ficción bastante más trágica que mi novela. No sabemos quién pilotaba ese posible avión, a qué bando pertenecía, de dónde había partido y cuál era el verdadero objetivo del mismo. Desde Reus para la aviación gubernamental, hasta Cadrete como base de una operación de imagen de los propios sublevados, han sido dos de los posibles escenarios de despegue para aquél «bombardeo»· que quizás no cambiaría la historia pero se serviría de ella para ocultarla hasta nuestros días.

Sin duda nuestra historia reciente tiene tareas pendientes mucho más importantes que saber lo que pasó aquella madrugada. En primer lugar recuperar la memoria de tantos hombres y mujeres que siguen yaciendo en nuestras cunetas, fosas, tapias de cementerios etc. Así lo viene demandando uno, sino el mejor, de los mayores expertos en historia contemporánea, el aragonés Julián Casanova. Según sus documentados datos, entre veinte y treinta mil personas siguen esperando ser rescatadas de sus sepulturas anónimas y del olvido. El proyecto de ley de Memoria Democrática del Gobierno de Aragón debe ser un primer paso en nuestra comunidad. Pero el problema sigue sin desatascarse por un gobierno central alérgico a devolver la dignidad a las víctimas. .

El desconocimiento de nuestra historia también afecta negativamente a la recuperación de nuestra memoria en otros temas que van íntimamente unidos. Y para mí sigue siendo incomprensible que tras ese ligero escarceo de escritor principiante sobre el «bombardeo» del Pilar, llegue a la conclusión de que lo milagroso no fuera que no explotaran las bombas sino que, avanzado el siglo XXI, quizás no interese desentrañar ese misterio que tuvo tan poco de divino que ni siquiera la Iglesia se atrevió a proponer como milagro, dado lo endeble del mismo. Me ha quedado claro que para algunas importantes instituciones económicas, eclesiásticas y mediáticas, de rancia raigambre en nuestra tierra, es mejor que lo ocurrido aquél 3 de agosto sobre Zaragoza sea nuestra peculiar Alesia maña de la que nadie dice, busca ni quiere saber la verdad como una suerte de falsa protección ante el terror de la certeza. Pero la verdad se debe imponer a los miedos de una inquisición contra la historia. Y al igual que hoy Astérix no se avergonzaría de localizar el escenario de aquella batalla perdida junto a la actual Alise-Sainte-Reine francesa, les debemos a nuestras futuras generaciones, por dignidad a nuestra memoria y a la historia, saber la verdad de lo ocurrido aquella madrugada.

*Psicólogo y escritor