Seguramente, en las facultades de Periodismo todavía se enseña a los aspirantes a redactor la teoría del cuarto poder, que sitúa a la prensa como una instancia de control exterior con la que cuenta la sociedad civil frente a los tres poderes clásicos: ejecutivo, legislativo y judicial. La famosa teoría del perro guardián, con mitos fundacionales como el Watergate, viene a recordarnos el importantísimo papel que tienen los medios de comunicación en las democracias modernas, donde la opinión pública se moldea a base de titulares, imágenes y sonidos difundidos incesantemente en todos los soportes posibles. No es de extrañar, por tanto, que el poder intente condicionar a los medios, en una batalla por la independencia que se repite desde la aparición de las primeras hojas de noticias. Aun así, extremos como la reciente intervención judicial de dos medios de comunicación en el marco del caso Cusarch --el Diario de Mallorca y la delegación local de Europapress-- generan una predecible oleada de indignación dentro y fuera de la profesión, en un síntoma de indudable salud democrática…, y de cierta hipocresía.

Porque este ataque a la libertad de prensa, con la vulneración del secreto profesional del periodista y la privacidad de sus fuentes, dista mucho de ser la principal amenaza que se cierne en torno al periodismo, por más que haya acaparado la atención de un gremio tendente al narcisismo. Como bien sabe la mayoría de jueces, la liberalidad con la que los periodistas informan hoy sobre las causas abiertas no tiene más cortapisas que la dudosa efectividad del secreto sumarial y el interés (o morbo) que despierte cada caso en los responsables de las redacciones y el público. De hecho, esto ha generado claros excesos, como el lamentable espectáculo desarrollado durante meses con motivo a la desaparición, en 2016, de la joven Diana Quer o, en su día, el macabro culebrón tejido en torno al asesinato de las niñas de Alcasser. Mucho menos se habla, en cambio, de la responsabilidad de los medios en el deterioro actual del espacio público, justo en un momento en el que todas las instituciones de intermediación entre la ciudadanía y el Poder --con mayúsculas-- están en crisis.

En realidad, los problemas del periodismo han precedido a los problemas políticos y no es descabellado pensar que en esta secuencia hayan sido un factor decisivo. La aparición de grandes grupos expuestos a una diversidad de intereses heterogéneos, seguida de la irrupción de los contenidos digitales y la extensión de la cultura de la gratuidad han puesto las bases de una dependencia creciente del poder político y económico que ha desembocado en una connivencia de intereses espurios. Así, a los ojos de muchos ciudadanos, políticos y periodistas forman una casta indistinguible, tal y como denunciara el sociólogo francés Pierre Bourdieu. Paralelamente, la multiplicación de la oferta informativa y de entretenimiento ha generado una competencia por la audiencia en la que la excelencia no ha sido la apuesta fundamental, sino todo lo contrario. Al final, los problemas económicos recurrentes se han traducido en las empresas en reducción de costes, precarización de los puestos de trabajo y un olímpico desprecio ante cualquier tipo de cortapisa ética, dándole la vuelta a las conocidas palabras de Kapuciski sobre el papel de los cínicos en el oficio. No por casualidad, mucha de la información que se elabora hoy adopta formatos propios de otros géneros como la telerrealidad o la prensa del corazón.

Como respuesta a esta compleja situación, una parte de la profesión ha optado por el activismo, en una vuelta sui géneris al pasado. Este modelo, basado en la suscripción por afinidad ideológica, esta contribuyendo a la polarización de una parte de la sociedad. Otra parte, muy mayoritaria, ha convertido sus factores de producción --información y público-- en mercancía con la que negociar la obtención de los fondos necesarios para su supervivencia frente a empresas y administraciones. De ahí la proliferación de prácticas como la publicación de noticias engañosas o sensacionalistas a la caza del click o el sospechoso vaivén de algunas líneas editoriales en función del color político de la subvención. Con tantos supuestos amos, ¿quién teme al perro guardián? H *Periodista