La meteórica aparición sobre el terreno del ahora llamado Estado Islámico (EI) en Irak y Siria con sus métodos bárbaros y la numerosa presencia entre sus filas de jóvenes con pasaporte occidental han causado sorpresa y al mismo tiempo una gran alarma en las cancillerías, pero también en los ciudadanos de a pie. El EI ni es ni representa el islam, pero pone a su comunidad en una situación a la defensiva, muy particularmente a la que vive en Occidente.

Pese a la novedad del nombre, de las formas y de la dirigencia, el EI no es más que la prolongación del conflicto sectario que surgió en Irak a consecuencia de la invasión estadounidense del 2003, eso sí, con un plus inédito de ferocidad y arrojo. Es un conflicto que ha tenido altibajos y que la reciente indefinición de la guerra de Siria ha impulsado.

Es en realidad una guerra civil entre las dos ramas mayoritarias del islam, la suní y la chií, pero sería un error pensar que estamos ante una guerra de religión. Lo que se está dirimiendo es un problema político, ni más ni menos que el poder. Y las primeras y principales víctimas de esta guerra no son otras que los propios musulmanes.

Atracción fatal

La segunda consecuencia de esta situación es la desestabilización de un Oriente Próximo ya muy desestructurado --basta recordar lo que ocurre en Libia o Yemen y cuya onda expansiva puede ser de muy largo alcance. Está fuera de duda la atracción que el EI ejerce en numerosos jóvenes, ahora ya de ambos sexos, dispuestos a morir por un islam que en muchos casos apenas conocen.

Esta atracción fatal se da porque la organización yihadista les proporciona en distinta medida lo que su entorno, en Oriente Próximo o en Occidente, no les facilita, ya sea un sentido de pertenencia, unos valores o unas perspectivas de futuro.

Uso del islam

Los propios musulmanes deberían ser quienes denunciasen abiertamente el uso espurio del islam que hace el Estado Islámico, pero su voz se echa en falta. Sirva de ejemplo la reciente convocatoria hecha por el rector de la Gran Mezquita de París para mostrar la repulsa por el asesinato de una víctima francesa del EI, acto al que asistieron apenas 2.000 personas.