Leo con avidez desde que tengo memoria; desde antes de tenerla, incluso, según mi madre. Ella dice que yo debía de tener unos 3 o 4 años y tenía un libro de Winnie the Poo que a base de escucharla a ella leérmelo me había aprendido de memoria. Un día, mi abuela me pilló con el libro en las manos recitando el texto en voz alta, siguiendo las palabras con el dedo; fue a mi madre toda extrañada y le dijo: «¿Pero esta niña ya sabe leer?»

Recuerdo a mi tía, que me hablaba de escritoras que sabía que no entraban en las listas de lectura de la universidad; si no hubiera sido por ella, no sé si habría llegado nunca a Oriana Fallaci, por ejemplo. Ahora, después de colaborar con un programa de televisión dedicado a los libros y trabajar en una editorial, paso todos los días en una librería donde estamos obsesionados en no caer en ofrecer libros fáciles de vender, que son los que vienen respaldados por fuertes campañas de promoción de cualquier cosa excepto de literatura.

Pero sé que aún no sé leer. Aún, cuando cojo un libro de Ishmael Reed, me lo paso teta pero sé que no me entero de la misa la mitad; cuando leo los diarios de Katherine Mansfield, pienso que debería volver a leerme todos sus libros porque cuando los leí todavía no tenía toda la información. La cultura es un lujo, pero asequible; un lujo al que todo el mundo puede acceder a base de reincidir. Creo que el mensaje de las campañas de promoción de la lectura debería dejar de ser «leer es bueno para ti» para pasar a ser «tú eres bueno para leer». Y lo mejor de todo es que en la lectura nunca dejarás de mejorar, porque leer no se acaba nunca. H *Librera