A finales de los años cincuenta, dos de los grandes poetas de la generación beat , Allen Ginsberg y William S. Burroughs, fueron, en su periplo de investigación de las drogas, en busca de la ayahuasca.

A esta medicina mágina, etnogénica, se la conocía también como yajé , vid del alma o raíz del muerto, y sus orígenes y usos estaban ligados a las antiguas culturas y religiones de la cuenca del Amazonas. La ayahuasca, constitucionalmente amparada, en la actualidad, por el gobierno brasileño, se prepara a partir de dos elementos vegetales, o plantas indígenas, una liana llamada Banisteriopsis caapi y una mata de la familia del café, la Psychotria viridis . Actúa, de manera misteriosa, como neurotransmisor cerebral, y su interacción química con el cerebro humano provoca efectos de gran intensidad.

A la busca de esa transgresión partieron el cantante Sting, y su mujer, Trudi, una noche feliz, desde su hotel de Copacabana. El astro del rock se hallaba en Río de Janeiro, velando el que iba a ser su principal concierto en América Latina, cuando recibió la propuesta de asistir a un ritual de ayahuasca. Sin pensárselo dos veces, acudió a una iglesia perdida en un remoto poblado, se sometió a la preceptiva toma y se dejó mecer por las voces de los mestres , o profanos sacerdotes, que melodiaban el cónclave con sus cánticos dialectales. La ayahuasca transportó a Sting a un mundo nuevo, plagado de visiones, donde la percepción se agudizaba hasta límites casi insoportables y todos los recuerdos regresaban envueltos en galácticos brillos, en insospechables interrelaciones, en una sinfonía psicodélica de luz, concepto y color.

A raíz de esa experiencia, Sting comenzó a redactar su autobiografía, recién presentada ahora en el mercado español. Un relato largo, y bien escrito, donde el músico británico, nacido en 1951, repasa sus orígenes familiares y sus comienzos en la música.

Sting se recuerda a sí mismo en el seno de una familia corriente, escuchando en el tocadiscos los discos de su padre, Benny Goodman, los Dorsey Brothers, la voz de gato de Little Richard aullando Tutti Frutti o la voz poderosa de Jerry Lee Lewis introduciéndolo en el rock and roll. Recuerda la clase y prestancia de su madre, una antigua peluquera, y cómo, en las mañanas frías de invierno, su padre y él repartían botellas de leche por las casas a bordo de una vieja camioneta llamada Betsy sin sistema de calefacción y con seria dificultad para trepar las cuestas de los barrios altos.

La familia de Gordon, que así bautizaron a Sting, en memoria de un tío suyo, vivía en una casa adosada, cerca del astillero de Svan Hunter, en Wallsend, en la orilla norte del Tyne, entre Newcastle y el Mar del Norte. Por allí zigzaguea aún la muralla que el emperador Adriano ordenó levantar para contener a los escoceses y a los pictos. Cuando el astillero estaba en plena actividad, Sting no veía al final de su calle las estrellas y el cielo, sino el casco de los petroleros en construcción.

Los orígenes de Sting y la forja de su personalidad quedan expuestos con sincera amenidad en esta recomendable autobigrafía.

*Escritor y periodista