Cuando la fatiga y el hastío nos estaban venciendo, hemos empezado a salir, por fases, con tiempo para adaptarnos. Volvemos a recuperar algo de lo perdido, con prudencia, pero ansiosos de sentarnos en las terrazas, de tomar un café con los amigos, de dejar de ver las persianas bajadas de los bares de siempre, de encontrarnos con el nuevo paisaje urbano enmascarado y frio de aceras vacías por los comercios apagados.

Readaptaremos los viajes, las vacaciones, los encuentros tan esperados. Qué difícil resulta construir un futuro orillando el inmediato pasado de nuestra vida cotidiana. El miedo a lo desconocido, al maldito virus, a las nuevas formas de vida, nos hace más inseguros, más dependientes. No me veo viviendo parapetado detrás de una mascarilla, hablando a distancia y sin poder abrazar, rozar, besar o comer junto a las personas que quiero.

A pesar de no estar preparados para vivir confinados, lo hemos hecho. Salvo excepciones gloriosas como la del matrimonio Aznar huyendo a Marbella al día siguiente del comienzo, o la de «los libertadores de la dictadura» del barrio de Salamanca, la mayoría estamos cumpliendo.

Los casi tres meses que llevamos confinados desmienten aquellos augurios de algunos medios de comunicación franceses y alemanes que ponían en duda nuestro cumplimiento por la forma de vida y el carácter español. Una vez más hemos demostrado que somos ciudadanos europeos, con tanta conciencia cívica y solidaridad como cualquiera de ellos. Lejos quedan aquellos clarines de las soflamas franquistas que tanto nos machacaban con que «los españoles necesitan mano dura y no servimos para tener partidos políticos ni libertad como los otros países».

Todavía perdura en algunos aquella cultura que tanto ha limitado nuestra autoestima, que nos hace babear cuando dicen que los suecos se han autolimitado el enclaustramiento, aunque el número de contagios y defunciones los ponga en evidencia, y devalúa nuestro sacrificio porque lo ha impuesto el Gobierno o, mejor dicho, este Gobierno.

Resulta curioso que en medio de tanto sacrificio crezca la autoestima de sentirse español. Casi tanto como el apoyo a la renovación de la prórroga del estado de alarma (más del 60%). Y digo esto porque si midiéramos nuestra convivencia por lo que se debate en el Congreso de los Diputados, sería para salir corriendo.

Es asombroso la capacidad que tenemos para convertir una pandemia en un conflicto ideológico, en una confrontación política de dimensiones colosales. De hacer de los debates un encadenamiento febril de insultos personales sin ninguna argumentación. ¡Si hasta hemos sido capaces de dividir entre mascarillas de izquierdas y de derechas¡

Contemplar estas pedradas dialécticas, fuera de la realidad del ciudadano, que obligatoriamente está tirado en el sofá, mermado o perdido su sueldo y con unas perspectivas de futuro más negras que la boca de un lobo es muy duro. Por muy racional que uno sea, resulta insufrible porque es como enfrentarse a un muro infranqueable.

Ya sabemos que cuando la derecha pierde el poder se repite el espectáculo: crispación, judicialización de los actos políticos, descalificaciones, contubernios. Ocurrió con los gobiernos de Felipe Gonzalez, Jose Luis Rodríguez Zapatero y ahora con el de Pedro Sánchez. Los gobiernos son ilegítimos cada vez que ellos no gobiernan. También sabemos que el grado de acoso será proporcionalmente más alto conforme vayamos avanzando en la desescalada.

Sospecho que en este momento, la obsesión de algunos sectores económicos y políticos, no es el poder. Les preocupa mucho más no ser ellos quienes incidan o dirijan la reconstrucción de España e influir en la salida que marca la Unión Europea. La perspectiva de poder afrontar la crisis arropados en políticas más expansivas, con fondos sin retorno de la UE y créditos a muy largo plazo, les hace los dedos huéspedes. Que la UE pueda condicionar ayudas a reformas tributarias que nos acerquen a la media contributiva de la zona euro, o se abra la posibilidad de nuevos impuestos para financiar la reconstrucción, contradice y cuestiona rebajas fiscales prometidas y tributos desaparecidos en algunas comunidades autónomas que han sido santo y seña de dirigentes políticos de todos los partidos.

Por eso desde los sectores progresistas y desde el Gobierno, sobre todo, es preciso evitar la confrontación, aumentar la prudencia, y la humildad, superar los errores vigilando y explicando las medidas que se toman. Y sobre todo, evitar alguna que otra confrontación interna que solo produce vergüenza ajena. Aunque como decía la historiadora Tiffany Watt Smith «la vergüenza ajena es una tortura exquisita».