Uno de los temas que ha saturado el debate social en la ciudad de Zaragoza durante el mes de julio, además del de la caída de árboles, ha sido el proyecto presentado por el equipo que gobierna esta ciudad para poner un carril bici en el paseo Sagasta. Antes lo fue el del paseo Constitución y mucho antes el de la avenida Valencia, sin olvidar el follón que se organizó cuando se permitió circular a las bicicletas por las aceras del paseo Independencia (en este caso, hasta intervinieron los tribunales de justicia). Es lógico que un tema tan técnico como es la selección del espacio más adecuado para implantar un carril bici genere esos apasionados debates sociales en la ciudad, dado que a todos nos afecta, unas veces en tanto que automovilistas, otras como ciclistas y siempre como peatones.

En mi caso, me afectan simultáneamente esas tres situaciones y por eso me he atrevido a opinar sobre el tema, aunque quiero dejar bien claro que no soy experto en urbanismo ni en vialidad. Viajo bastante en coche por la ciudad, a pesar de la comodidad y de las ventajas que tiene el uso del transporte público, y hasta hoy no he tenido un solo accidente, aunque tengo que confesar que en más de una ocasión me he saltado a la torera alguna norma de tráfico (siempre, de las que no afectan a la seguridad del prójimo).

DESDE QUE ERA NIÑO he empleado la bicicleta hasta que el urólogo me recomendó que la dejara porque su uso parece ser que resulta contraproducente para la hiperplasia benigna de próstata, aparte de que a partir de una cierta edad las piernas dejan de responderte cuando llega una cuesta. A pesar de esos inconvenientes, desde hace unos meses he vuelto otra vez a utilizar la bicicleta, gracias a dos avances trascendentales: la existencia de sillines prostáticos y, sobre todo, de las bicicletas eléctricas. A su vez, procuro caminar a pie todos los días del año, llueva, nieve o haga calor.

Pues bien, en tanto que usuario habitual de esos tres medios de desplazamiento, he llegado a la conclusión de que los tres son incompatibles entre sí y que, por lo tanto, poner un carril bici en una calzada por la que circulan automóviles, o instalarlo en las aceras y bulevares transitados por peatones, es una chapuza que aumenta el peligro de accidentes y que, al mismo tiempo, produce cabreo e insatisfacción en los automovilistas, en los ciclistas y en los peatones. Para hacer una afirmación tan rotunda me baso en la larga estadística de accidentes de ciclistas y de peatones causados por los automóviles, en los bocinazos de los automovilistas para meter miedo a los ciclistas, en las conversaciones que escucho cada día cuando actúo como peatón, en lo que me cuentan los taxistas cuando utilizo ese medio de transporte y en lo que opinan los lectores que se atreven a enviar cartas a los medios de comunicación.

COMO ESTOY convencido de que la convivencia pacífica entre esos tres medios de tránsito resulta imposible, mi planteamiento es que se dejen los bulevares y las aceras para uso exclusivo de los peatones y que existan unas calzadas exclusivas para las bicicletas y otras solo para los automóviles. Es decir, en lugar de dejar un carril para los automóviles y al lado otro para las bicicletas, o de dividir las aceras y los bulevares en dos zonas colindantes entre sí (una para los peatones y otra para los ciclistas), creo que sería mucho más funcional elegir un conjunto de calles exclusivas para la circulación de los coches y otras para uso exclusivo de las bicicletas. En este último tipo de calles la única excepción consistiría en permitir el paso de coches a los garajes, la libre circulación de ambulancias y de taxis en las situaciones de emergencia, y el paso de los vehículos encargados de la limpieza pública y de la carga y descarga durante la madrugada.

Una vez admitida esa alternativa, el problema fundamental radicaría en determinar qué calles se dejan para las bicicletas y cuáles para los automóviles. Yo creo que esa delimitación debería correr a cargo de los expertos después de haber escuchado la opinión de los vecinos, correspondiendo a los parlamentarios su aprobación, y a los gobernantes la puesta en práctica de los medios necesarios para que esos circuitos sean respetados. Además de la pacificación entre los usuarios de los tres medios de movilidad urbana que dicho planteamiento conllevaría, hay otra ventaja muy importante: se ahorrarían los millones que cuesta hacer los carriles bici, lo cual no resulta desdeñable para la salud de las arcas municipales.

HOY YA NO VOY en bicicleta por las carreteras, pero antes sí iba. Por ello, tengo experiencia en el uso de estos viales, tanto como conductor de coche y como ciclista. Mi punto de vista al respecto es que en este tipo de viales la incompatibilidad entre automóviles y bicicletas es aún mayor que en las ciudades. Por ese motivo, estoy totalmente convencido de que solo hay una solución para evitar el enorme y terrorífico número de ciclistas muertos y heridos en las carreteras. Esa solución pasa por prohibir que los ciclistas circulen por las autopistas, por las autovías y por la mayor parte de las carreteras convencionales. Solo debería estar permitido el paso de bicicletas por algunas carreteras convencionales durante ciertos días del año y en horario muy concreto, prohibiendo en esas fechas y horas la circulación de automóviles.

Como en el caso de la selección de las calles para uno u otro uso, son los expertos quienes tendrían que llevar a cabo esa selección de carreteras convencionales, de días y de horarios, correspondiendo a los parlamentos conferir carácter jurídico a dicho planteamiento y a los gobernantes velar para que se cumpla la correspondiente normativa.

*Catedrático jubilado.

Universidad de Zaragoza