La gran reforma de la Administración con que el Partido Popular ganó las elecciones generales en 2011 se ha concretado, hasta la fecha, en no mucho más que la supresión del organismo de Cría Caballar de las Fuerzas Armadas, el Consejo de la Juventud o, por lo que a Zaragoza respecta, la liquidación del Instituto de Investigación sobre Cambio Climático. Tampoco se sabe nada, a escala autonómica, de la Ley de Capitalidad para Zaragoza. Pero sobrevuela amenazante una reforma de la Administración Local que vacía de competencias a los ayuntamientos y los desapodera, abriendo de paso la privatización de nuevos servicios. ¿De qué nos servirá elegir a concejales y alcaldes si éstos no podrán decidir sobre casi nada? Se nos escamotea así, en mi opinión, una parte importante de la capacidad de influencia política de los ciudadanos, precisamente en la administración más cercana a los mismos.

NI A RAJOY NI A Rudi les parece suficiente el estricto cumplimiento de la normativa de estabilidad presupuestaria por parte de los ayuntamientos, por otro lado la administración que menos déficit ha generado.

Me recuerda el debate entre los moderados y los progresistas durante el siglo XIX en Aragón con los municipios como caballo de batalla: ¿debían ser los municipios cada vez más autónomos y con una mínima suficiencia financiera o, por el contrario, el poder municipal había de quedar sometido de forma centralista al poder del Estado?

Los progresistas siempre fueron claros defensores de la autonomía municipal, mientras los moderados tenían una idea mucho más centralizadora y monárquica del Estado. Desde luego que los progresistas apelaban a la nación, pero ésta se hacía realidad sobre todo en los espacios locales y desde los ayuntamientos. En este sentido, la labor político-cultural desplegada por relevantes personajes aragoneses procedentes del magma progresista, como Braulio Foz, Jerónimo Borao o Lasala, interpretaban esos espacios locales como ámbitos privilegiados de construcción de la nación y de la ciudadanía española.

LATÍAN EN Foz o en Borao dos aspiraciones: por un lado, lo local no se pensaba como contrapuesto a lo nacional y, además, conllevaba la primacía de una ciudadanía activa que exigía una implicación directa a través de instituciones que ejerciesen una función vigilante desde abajo, como el municipio. No es casualidad que fuesen estos intelectuales del entorno progresista quienes diesen, como ha estudiado Carlos Forcadell, el primer impulso a la elaboración del pasado "provincial" en un sentido liberal y anticentralista.

Años más tarde, una vez consolidado el revisionismo conservador de los progresistas y aparecidas a su izquierda las opciones republicanas, la idea más constante del federalismo republicano se cifraba en la oposición desde el plano local al poder central del Estado, entendiendo la centralización como avasalladora y abusiva.

Se añadía una razón más, la patriótica, pues se daba por sentado que el sistema centralizador era una invención francesa introducida en España contra los usos y tradiciones autóctonos, aniquilando de paso su régimen municipal histórico, una institución exaltada hasta la mitificación en el discurso republicano.

Muchas décadas después, haríamos bien la izquierda aragonesa en plantearnos si es constitucional esta Ley de Administración Local que nos quieren colar. Hemos de seguir apostando por estas ideas municipalistas, de indudable raigambre y pátina aragonesista, actualizadas convenientemente y siempre a favor de una versión más exigente de la democracia.

ME PERMITIRÉ RECORDAR, con Amartya Sen, que la democracia, más allá de la representación política y del respeto a la regla de la mayoría, implica la protección de los derechos y libertades de los individuos, el acceso a las prestaciones sociales y la participación activa en la deliberación pública, siempre más fácil en la escala municipal. Que hay problemas de minifundismo municipal, por supuesto; que deben abordarse soluciones de intermunicipalidad que hagan más eficientes las inversiones públicas, hágase. Pero sobre todo que la racionalización y simplificación de la Administración no sirva de excusa, como pretende el Partido Popular, para erosionar una versión de la democracia más cercana, inclusiva y participativa.

Claro que la propuesta de María Dolores de Cospedal de reducir el número de diputados en el Parlamento de Castilla-La Mancha recuerda a la reforma constitucional de Bravo Murillo en 1852, donde planteaba aminorar el número de diputados a fin de restarle energía política a la institución.

En el caso de Bravo Murillo, buscaba también potenciar el Senado como Cámara de alta representación militar y eclesiástica, un Senado del que hoy muchos abogamos por su supresión.

Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza