La decisión del Ministerio de Hacienda de inyectar unos 1.000 millones de euros a los ayuntamientos españoles para financiar servicios que prestan por cuenta de las comunidades autónomas es, sin duda, una buena noticia. La progresiva contracción de los presupuestos autonómicos ha ido cerrando el grifo de las transferencias, dejando a los ayuntamientos sin capacidad de pagar a las empresas contratadas, que son las que se encuentran al final de la cadena. Es el mismo ahogo vivido por las farmacias y otros proveedores autonómicos.

El sistema, anunciado la pasada semana --a pocos meses de las elecciones municipales--, es similar al Fondo de Liquidez Autonómico (FLA) por el que se transfieren recursos, en concepto de préstamo con intereses, a las autonomías para hacer frente al pago de proveedores y servicios. De ahí que se le bautice como FLA social. La medida, a la que las comunidades podrán acogerse de forma voluntaria, pretende liquidar las deudas actuales y empezar desde cero el próximo año con un mecanismo nuevo incluido en la ley de bases de reforma del régimen local. Esta norma obligaría a registrar todos los convenios nuevos o ya existentes con los municipios, junto a su coste económico, de forma que si una autonomía dejara de cumplir los pagos, Hacienda asumiría el abono. Pero, atención, el pago del servicio se detraería de las cantidades que están destinadas a dicha autonomía en el FLA.

Todo lo que sea agilizar el pago a los municipios, que hacen frente a muchos de los problemas que la crisis ha sembrado y que permiten mantener a flote a miles de empresas que prestan los servicios, tiene que ser siempre bienvenido. Sin embargo, hay que huir del aplauso fácil. Las autonomías no pueden hacer frente a sus compromisos porque el Gobierno central fija un reparto desequilibrado del déficit marcado por Bruselas, de forma que se queda con la parte del león del margen.

Ahogando a autonomías y municipios, la Administración central acude luego en su auxilio con el control de los recursos. La medida se inscribe en esa filosofía de que frente al derroche autonómico se alza la eficaz gestión del Gobierno central. Un nada sutil mecanismo para forzar la recentralización que pretende imponer el Gobierno de Mariano Rajoy, con la mayoría popular en el Congreso de los Diputados.