La comparecencia del expresidente del Gobierno, José María Aznar, ante la comisión de investigación del 11-M no deparó ninguna sorpresa. Aznar sigue repartiendo culpas entre los demás y rechazando asumir responsabilidad alguna sobre la falta de previsión política y los errores policiales que se cometieron durante su mandato en relación al terrorismo islamista. Una vez más, insistió en que no hay nada que reprocharle, aunque esté claro que mantuvo la autoría de ETA cuando ya se sabía que los indicios iban en otra dirección, y cuando es público que si no hubiera sido por la presión informativa de los medios, los españoles habrían ido desinformados a las urnas. El expresidente dijo que los atentados fueron planificados para "volcar" el resultado de las elecciones, y es uno de los pocos ciudadanos del mundo que desvincula el 11-M de la guerra de Irak. Su reaparición pública tiene, sin embargo, la virtud de refrescar la memoria sobre la razón principal de aquel vuelco: el rechazo a una cultura política, de la que Aznar no se ha apeado, caracterizada por la incapacidad de admitir el error propio y por la obsesión de deshacer al adversario utilizando todo lo necesario, desde una dialéctica distorsionadora de los hechos a la existencia de víctimas.