El asalto a la democracia perpetrado por una multitud de seguidores de Donald Trump incitados, motivados, inspirados o guiados por el presidente no es solo un hecho sin precedentes de una trascendencia inconmensurable, sino una muestra de la fragilidad de la democracia y de los valores que protege. Como escribió Hillary Clinton en medio del fragor del asalto al Capitolio de Washington, la democracia mostró su flanco más vulnerable y la insurrección adquirió por momentos el perfil de un desafío global a las reglas básicas que inspiran la cultura democrática frente a la arbitrariedad, el sectarismo y la persecución de la disidencia que caracterizan a las autocracias y a los regímenes totalitarios.

Durante los cuatro años del mandato de Trump se ha insistido en la peligrosidad del personaje, en su egocentrismo desmedido, en sus reacciones imprevisibles y en la derrota antidemocrática de sus compañeros de viaje, de cuantos alentaron su candidatura y encubrieron su desprecio por las instituciones, Trump ha sido siempre un lobo vestido de lobo, en feliz expresión de un analista, aunque quienes jalearon sus desmanes lo presentaran hasta la oprobiosa jornada como un patriota empeñado en restaurar la grandeza de la nación. Nunca lo fue: su populismo nihilista logró superar la degradación de la presidencia causada por Richard Nixon con el Watergate (1972-1974).

Presidencia bochornosa

Por esta razón es preciso sustanciar responsabilidades, como reclaman cada vez más voces, no solo en la figura de Trump y su insensato llamamiento a acosar las dos cámaras del Congreso, sino en los políticos, asesores, lobistas y medios de comunicación, dentro y fuera del Partido Republicano, que hicieron posible el último acto de una presidencia bochornosa. Es un requisito ineludible para sanear el sistema en el plano interior, pero lo es también para defender el prestigio de la democracia en todas partes y desalentar a los movimientos de extrema derecha que encuentran en Trump y su entorno el manual a seguir para impugnar la soberanía popular. Por si alguna duda quedaba de los riesgos que entrañan las políticas divisivas y la polarización extrema, el panorama en EEUU es una buena muestra de hasta dónde puede llegar la erosión del sistema.

Esa es la herencia que recibe Joe Biden y que promete ser el eje de las tensiones sociales de todo tipo que se avecinan entre las dos mitades de un país herido. Es de temer del presidente una bravuconada final para enturbiar la ceremonia de juramento de su sucesor, el próximo día 20. Todo es posible con un Trump dispuesto a seguir en la política. Pero un hecho es firme: será Biden, y no él, quien a partir del 20 de enero tendrá la responsabilidad de recoser la sociedad y la política estadounidense