El conflicto entre el colectivo del taxi y las distintas administraciones públicas a cuenta del funcionamiento de las empresas de alquiler de coche con conductor (VTC) pone al descubierto la superación del marco tradicional de relaciones en una sociedad de libre mercado y el desafío que esto supone para los poderes públicos. Al igual que sucede con plataformas como Airbnb en el turismo, la irrupción de Cabify y Uber ha trastocado todos los equilibrios de un sector tan regulado como el del transporte público, corrigiendo por la vía de los hechos la (im)previsión del legislador. Porque ha sido el legislador quien ha ido cambiando de criterio, generando un conflicto que primero se ha desarrollado en los tribunales -culminando en el Supremo-- y que luego se ha trasladado a la calle, con la convocatoria de cierres patronales y movilizaciones por parte del colectivo taxista entre episodios violentos, alteraciones graves del orden público y cortes de tráfico ilegales.

Hay que remontarse a 2009, cuando el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero traspuso al ordenamiento jurídico español -en concreto, a la Ley de Ordenación de los Transportes Terrestres-- los principios de la directiva Bolkestein de liberalización de servicios para encontrar el origen de la querella. Así, entre el 2009 y el 2015 (cuando se introdujo la famosa ratio 1/30 para la concesión de nuevas licencias), se registraron en España miles de solicitudes que los tribunales han ido ratificando después en varias sentencias entre el 2017 y el 2018. No cabe pues achacar responsabilidades a quienes consiguieron una licencia de forma legal y ven ahora cómo se les quiere restringir su uso. Al contrario, el anuncio de que Cabify y Uber abandonan Barcelona -una ciudad que presume de ser puntera en muchos ámbitos, pero sobre todo en el tecnológico, con la organización de eventos como el World Mobile Congress-- solo da cuenta del caos provocado por el Estado, el consistorio de la Ciudad Condal y la Generalitat, que llega al extremo de no garantizar un marco fiable para el desarrollo de la actividad de estas dos empresas.

Tras un primer conato de crisis que saltó a la opinión pública a través de la difusión de las imágenes de violentos ataques contra los conductores de VTC y sus vehículos, el Gobierno de Pedro Sánchez optó el pasado mes de septiembre por centrifugar la responsabilidad a las comunidades autónomas y ayuntamientos. Mediante un real decreto, el Ejecutivo socialista introdujo la posibilidad de limitar geográficamente el ámbito de actividad de las licencias. Pero al mismo tiempo estableció una moratoria de cuatro años, con lo que esta medida tampoco sirve para resolver la situación, como demuestra la persistencia de las protestas en Madrid. Llegados a este punto, parece que está en juego mucho más que la pervivencia de un colectivo profesional que hasta ahora actuaba en un mercado restringido. De hecho, están en juego la unidad del mercado, que puede saltar por los aires con las diferentes regulaciones autonómicas y locales; la capacidad de adaptación a los nuevos tiempos de la sociedad española, que no puede vivir de espaldas a las innovaciones tecnológicas y las transformaciones que conllevan, y el desarrollo económico del país, amenazado por la falta de seguridad jurídica y de un marco institucional estable.

Curiosamente, un conflicto sectorial relativamente pequeño, comparado con fenómenos como la reconversión industrial, ha devuelto a la arena política el debate que quedó pendiente tras el estallido del crac del 2008. Las nuevas tecnologías de la información han contribuido a la transformación de los mercados, superando los viejos marcos decimonónicos y poniendo a las autoridades frente al enorme reto de adecuar la regulación de un modo casi permanente. De momento, la mayoría de dirigentes políticos se ha limitado a lidiar con las graves consecuencias de la crisis económica, pero sigue sin dar pasos para atajar el origen de los problemas. Es más, algunos mandatarios tienen la tentación de dar marcha atrás hacia un tiempo que ya no existe, pretendiendo volver a una situación idealizada en la que no hay damnificados; algo que, evidentemente, es imposible. H *Periodista