El nuevo líder del PP, Pablo Casado, ha demostrado que tiene el gatillo fácil. En esa calle del oeste o callejón sin salida en que se ha convertido el Congreso de los Diputados sus primeros disparos parlamentarios han tenido como objetivo la diana socialista, a un Pedro Sánchez escoltado por otro pistolero, Pablo Iglesias, cuya fama de cazarrecompensas le precede, como antes le precedían y ahora flotan desvanecidas entre el polvo que levantan sus botas algunas de sus víctimas: Garzón, Errejón, Bescansa... Casado, al otro lado del callejón, se hace acompañar por los rancheros de Aznar y una nueva cuadrilla de populares vaqueros que a la hora del telediario practican el tiro sin descanso a fin de que sus noticias, su balacera argumental se oiga con nitidez sobre los trabucazos de Vox, los pistolones trucados de un Santiago Abascal sobreactuando en un western de serie B, con Sánchez Dragó como juez de la horca. El enfrentamiento entre las dos bandas parece inevitable, pues no hay sheriff (está comprado) y nadie puede detener la pelea.

Casado, en sus ejercicios de fogueo, ha disparado contra la ley electoral, proponiendo abatirla y legislarla de nuevo bajo la idea de conceder los gobiernos institucionales a las listas más votadas. Esto es, que presida o gobierne la nación, la autonomía, el municipio, quien más votos obtenga en las urnas, no aquel candidato que habiendo perdido las elecciones, quedado segundo, tercero, sume apoyos de mayoría en los parlamentos o ayuntamientos. Sería, desde luego, lo que el pueblo llano desearía, lo lógico, democráticamente hablando, pero en España rara vez gobierna la lista más votada. Si uno quiere gobernar, es preferible perder las elecciones.

Al balazo electoral de Casado el resto de pistoleros ha respondido con fuego graneado. No quieren reformar esa ley, ¿para qué? En el salvaje oeste se vive mejor al margen de las leyes naturales, de público acuerdo a secretos acuerdos cerrados en el saloon. ¿Para qué cambiar al sheriff, las normas electorales, las reglas de juego? Eso puede dejar de lado a más de uno. Y no hay nada más divertido que seguir jugando a vaqueros.

Hasta que lleguen los indios y quemen el fuerte.