Las cifras de la encuesta de población activa (EPA) del primer trimestre no son buenas. Aumentó el paro y disminuyó la ocupación. Lo primero se explica por razones del calendario. La Semana Santa cayó en abril, de manera que los despedidos del sector turístico en enero aún no volvieron a ser contratados. Es normal en el mercado de empleo español, pero algún día el trabajo se debería desestacionalizar, o, por lo menos, el trabajo estacionalizado debería pesar menos en el conjunto del mercado. Lo segundo, el descenso de la población activa, es más preocupante. Y revela la fragilidad de la supuesta recuperación económica de la que tanto presume el Gobierno de Rajoy. Esta caída de la ocupación indica que el mercado laboral está expulsando gente, bien porque se jubila o bien porque lleva tanto tiempo sin encontrar un empleo que ya ha renunciado a buscarlo. Ambas cosas son dramáticas, porque esconden un drama social y un drama nacional. Tras estas cifras hay miles de vidas rotas que han dejado de encontrar en el trabajo una forma de realización personal. Y nacional porque la disminución de la población ocupada nos hace más pobres, más incapaces de crear riqueza y con menos posibilidad de repartirla. Los problemas estructurales de nuestra economía, como la temporalidad o la estacionalidad, siguen ahí y así no hay empleo de calidad.

La inclinación al suicidio por parte de una joven catalana de 15 años que participaba en un macabro juego llamado Ballena azul vuelve a poner sobre la mesa de forma brutal la dramática dualidad de las redes sociales e internet, que, si bien facilitan la vida a los ciudadanos, también pueden inducir a quitársela si se trata de adolescentes psicológicamente vulnerables, como es este caso. El de Ballena azul no es un asunto anecdótico, porque sus promotores proponen 50 retos de dificultad creciente que culminan con una invitación al suicidio, paso irreversible que ya han dado al menos ocho jóvenes en el mundo. Las mentes perturbadas -y con algún interés económico- que han puesto en circulación esta vesánica estrategia encuentran el terreno abonado en menores en crisis, con problemas en el entorno familiar e inciertas perspectivas de futuro, un perfil que no es cuantitativamente irrelevante en las complejas sociedades de hoy. La respuesta a este peligro debe plantearse en tres frentes. El primero es concienciar a los adolescentes de que los riesgos de internet no son baladís ni menores que los de la vida real. El segundo corresponde a los padres y la escuela, que deben extremar la labor pedagógica y de control de la actividad de sus hijos-alumnos. Y el tercero es el de los proveedores de servicios de internet, que deberían dar más pasos para que lo que pasa por sus servidores no sea una amenaza para la vida de nadie.