Vale la pena visitar estos días el Museo Thyssen para admirar la exposición de Balthus, extraordinaria en muchos sentidos.

Por su fuerte personalidad, en primer lugar. La de un artista marcado por una manera muy concreta, atemporal y extraña de ver la realidad. Sus figuras y ambientes comparten un cierto aire onírico, una sutil deformación en contornos o líneas, pero no por ello habitan en los sueños de una pintura fantástica. Tampoco realista, ya digo, aunque una cierta tendencia hacia el expresionismo aspire a imponerla como arquetipos del deseo, la esperanza, la lucidez, la soledad, la incomunicación, el juego o una larga serie de sensaciones y conceptos emanados de los cuadros de Balthus como pájaros de vuelo bajo, o enjaulados entre barrotes de oro.

La claustrofobia en la que sobreviven sus jóvenes ninfas, lolitas que leen, escriben, tocan el piano o se contemplan en espejos mágicos como interrogándose por su identidad tiene algo de salón oriental, suntuoso y secreto, sin ventanas al exterior, inmóvil y eterno. Como si el mundo de la adolescencia hubiese sido cancelado en la estrecha habitación de un deseo desconocido, esos jóvenes no aman aún, pero parecen ofrecerse con sus manos (sobre todo, con sus miradas desnudas) a los sacrificios del tiempo y de la carne.

Hay en esas cárceles pictóricas de Balthus, matizadas en tonos suaves, entre los que destacan los violentos rojos de la pasión o de la muerte, lápices, cuadros, alfombras y gatos. Otros gatos veremos también en las calles, en esas plazas de Balthus donde los ciudadanos pasean aislados fuera y dentro de sí, sin compartir la alegría ni el sol, sin amarse ni hablarse en una misma escena, en un mismo decorado donde todos se parecen (caras redondas, ojos redondos) aunque aparenten volar, flotar, o pretender escapar, huir de las manos de su creador.

Un pintor y una exposición inquietantes que a muchos impresionará por su expresiva ambigüedad y a otros rebelará por su deliberado feísmo, pero que remueve conciencias e invita a pensar si el destino de la humanidad no habrá caído finalmente en una burbuja de soledad e incomprensión, en la cáscara vacía del deseo.