La de Dios es Cristo, se montó. Lo del Capitolio americano no tiene nombre. O sí: O de Trump. Resulta desagradable, o más bien de película hollywoodense, las imágenes que las televisiones retrasmitían sobre lo sucedido en el Congreso estadounidense el mismo día de Reyes, en el que este órgano debía certificar la victoria del demócrata Biden. Caos, violencia, muerte y perversión democrática fueron los protagonistas de una jornada en la que todo lo acontecido debería haber representado el final de un ciclo electoral. No es fácil asimilar imágenes como aquellas, en las que seguidores de Trump irrumpían en la sede del Congreso estadounidense, un hecho que no se vivía desde el lejano 1814, más de dos siglos, y que trajo consigo la muerte de cuatro personas, entre ellas, una mujer acérrima a la cultura trumpista. Ese es el país, adalid de las libertades y de la democracia, y esa es la estampa que le representa.

Triste la vivencia, pero desgraciadamente, pone de manifiesto la esencia de una nación, que es de todo, menos democrática. Y no precisamente por la falta de capacitación profesional, nivel humano y sentido del deber de sus representantes, que también, sino por no ser capaz de poner en marcha mecanismos contemplados en su Constitución, como la enmienda 25ª, por la que se podría aplicar la destitución del presidente de su cargo, para lo cual sería necesaria que el vicepresidente y una mayoría del gabinete de Trump informara al Congreso de la incapacitación del presidente para cumplir la tarea.

Motivos: haberlos, haylos. Pero, 'collons', ninguno. Algo que, sin duda, evidencia, la debilidad del sistema democrático estadounidense, cuyas formas son iguales o peores que las de un estado bananero