No falla. En cuanto se produce alguna avenida significativa del Ebro y sus principales afluyentes, los bárbaros hidro-ilógicos entonan sus mantras habituales: ¡el agua que se arroja al mar!, ¡los ríos sin limpiar!, ¡la insoportable volubilidad de la naturaleza que alguien debe controlar!... Cada loco con su tema. Y lo increíble es que todo esto suceda en el año del Señor de 2018, cuando ya ha quedado demostrado y consagrado por la ciencia el drástico cambio climático que sufrimos, y cuando la naturaleza de los ríos de régimen torrencial de la cuenca mediterránea ya no tiene secretos (además de que dichos ríos están muy regulados).

Paridas protrasvasistas como la que soltó el otro día el presidente de Murcia, Fernando López Miras, producen vergüenza. Este ciudadano y los que le siguen la corriente comparte mentalidad con aquellos mercenarios marroquíes que se trajo Franco a su cruzada: en los saqueos, arrancaban los grifos de las paredes para llevárselos, creyendo que en sus poblados del Rif, el Atlas o Sidi Ifni les proveerían de agua limpia, gratuita e inacabable.

El Ebro ya no produce tremendas crecidas. Dos mil y pico metros cúbicos por segundo es un caudal que le decimos extraordinario, pero que se produce de forma regular... Y si no llega a producirse, mal asunto.

Hace 50 años, los ríos de nuestra cuenca ocupaban cauces mucho más anchos. Ahora, motas, diques, infraestructuras y otras intervenciones humanas los comprimen durante kilómetros. Por ello, cuando se incrementan los caudales por lluvias o deshielos, no encuentran espacio que lamine la avenida. Entonces, el agua aprisionada busca salida, y si dispone de la fuerza suficiente rompe las defensas. Lo hizo en Castejón de Navarra, y ello evitó males mayores en la ribera aragonesa. Lo ha hecho luego en Quinto, y ha inundado la huerta. Normal. Limpiar los cauces (en el sentido de convertirlos en canales) ni es posible ni serviría de nada. Lo que hace falta es una política hidrológica sensata y definida por los expertos. Y dejarnos ya de barbaridades.