En agosto de 1999, el Ejército ruso inició la segunda guerra de Chechenia como respuesta a las bombas que estallaron en varios edificios moscovitas y causaron centenares de víctimas. Tras casi cinco años de política genocida de tierra quemada en esta parte del Cáucaso, el atentado de ayer en el metro de Moscú no sólo recuerda el carácter monstruoso del terrorismo. Habla también de la esterilidad de las políticas de represión ciega, amparadas en la bandera genérica de la guerra contra el terrorismo, que no afrontan las causas de fondo de los conflictos. Eso, en Chechenia, en Israel, en Irak... Con todo, las paradojas. Otra vez, en campaña electoral los separatistas chechenos, si son realmente los autores de la matanza, reforzarían las tesis del ala más radical del Kremlin, la que preconiza la guerra sin límites y el sacrificio --en principio temporal-- de los mecanismos democráticos en aras de mantener la unidad de la patria y la eficacia antiterrorista. Crece la paranoia popular y la aceptación de la involución política. Putin, encima, apeló ayer a la cooperación internacional. Es decir, apeló a que Occidente siga cerrando los ojos ante la barbarie que sus tropas perpetúan en Chechenia. Es terrible desde todos los ángulos.