Del mismo modo que no puede analizarse la evolución geopolítica y económica del mundo del siglo XX sin atender al papel de los combustibles fósiles --destacando el petróleo de forma muy particular--, la historia del siglo XXI está ya marcada por las redes de telecomunicaciones. La inminente revolución del 5G viene alterando desde hace tiempo el mapa de las relaciones internacionales ante las consecuencias que se anticipan en algo tan sensible para los estados como es el acceso a las infraestructuras de comunicación y los protocolos de seguridad a ellas asociados.

Desde que a mediados del año pasado Donald Trump declarase la emergencia nacional en base a las amenazas contra la tecnología y servicios de información y comunicaciones de Estados Unidos para poder vetar cualquier actividad del gigante chino Huawei en suelo americano, la presión de la Casa Blanca para que sus socios tradicionales tomaran decisiones similares ha ido en aumento. No en vano estamos ante el asunto que va a redibujar el nuevo mapa de poder del planeta. La pregunta que subyace ahota mismo es: ¿De quién podemos y queremos fiarnos para que actúe de vigilante y garante de un sistema de telecomunicaciones convertido en corazón y arterias del normal funcionamiento de cualquier país?

Europa, siempre renqueante a la hora de definirse, no ha tomado decisiones drásticas sobre el particular, aunque ha dado indicaciones para que los estados abandonen la excesiva dependencia de la tecnología y dispositivos chinos. Solo el Reino Unido, ya fuera del entramado de la Unión Europea, ha excluido al transatlántico Huawei del despliegue del 5G.

España tampoco se ha definido claramente por el momento. Este es un juego de múltiples factores que afectan a los estados, pero también a las compañías de telecomunicaciones, y las decisiones drásticas en el corto plazo resultan inviables. Así, existe unanimidad en la necesidad del despliegue rápido del 5G para no perder el tren de la competitividad, y eso es imposible renunciando a la tecnología china que combina variables que la hacen insustituible de un día para otro: existe, está probada y es mucho más barata que la de sus competidores.

Pero al mismo tiempo, cuestiones tan sensibles como el hecho de que compañías como Huawei estén obligadas a través de la ley de seguridad nacional china a facilitar información a un Gobierno de matriz dictatorial enciende, justificadamente, no pocas alarmas.

Movimientos como el de Telefónica, sumándose al compromiso impulsado por la Administración de Trump de convertirse en una clean telco (empresa de telecomunicaciones limpia), iniciativa que ha merecido incluso el elogio del secretario de Estado estadounidense, Mike Pompeo , sirven también de pista para anticipar el futuro de esta batalla.

Así, todo apunta a que España, de la mano de sus instituciones y de las compañías de telecomunicaciones, tratará de desplegar la red 5G tan rápido como sea posible sin renunciar a la tecnología probada y con costes asumibles pero reduciendo, hasta donde sea posible, el aumento de la cuota de mercado de aquellas compañías que no puedan aportar plenas garantías de respeto a los valores democráticos. Obviamente, se trata de hacer equilibrios entre la evolución tecnológica --siempre imparable--, la inversión necesaria y la defensa de políticas innegociables.