La fiscalía de Múnich, dentro de la investigación que realiza por haberse falseado el software de emisiones de los motores diésel de Audi, detuvo el pasado 28 de junio al presidente de la compañía, Rupert Stadler, para evitar la destrucción de pruebas. Ha ocurrido casi tres años después de que la Agencia de Protección Ambiental estadounidense (EPA) hiciera público el fraude.

Al destaparse el escándalo fue evidente que, al igual que la Volkswagen no tuvo inconveniente en inventarse un sofisticado y engañoso procedimiento de medición de las emisiones (me gustaría saber si llegó a patentarse, y si es así quien cobra royalties), la Administración, en particular la europea y en especial la alemana (la española ni está, ni se la espera), había mirado hacia otro lado admitiendo un sistema de verificación que falseaba los resultados. Un engaño hecho con premeditación y alevosía con el conocimiento que sus autores tenían del daño que estaban haciendo a la salud de los ciudadanos. Sin importarles lo más mínimo.

Lo peor es que, en el fondo, todo sigue igual. Los fabricantes de automóviles protestan y critican y los nuevos sistemas de verificación de lo que sale por los tubos de escape que se aplicaron aprisa y corriendo. Según ellos, aparte de no estar suficientemente probados, les exige un suplemento económico. Y su gran argumento es: un mayor coste significa pérdida de competitividad y ajustes de plantillas, gente a la calle. ¡Menudo razonamiento!: Es como si no se debiera derogar la pena de muerte porque los verdugos iban a quedarse sin trabajo.

Unos fabricantes de automóviles con logotipos de diseño, nombres y apellidos perfectamente identificados y culpables, que en lugar de entonar el mea culpa han ocultado sus vergüenzas detrás de opíparas dimisiones en pago a los servicios prestados, con el escudo protector de un totum revolutum de discusiones técnicas e informes contradictorios que muy pocos leen y menos entienden para ocultar su dolo (otra palabra para calificar sus malas artes).

Y eso debe cambiar. No al modo de Tomasi de Lampedusa: que todo cambie para que todo siga igual, sino de manera rotunda y profunda, de raíz, más allá de maquillajes, formas, preformas y escapes por la puerta de atrás. De lo contrario lo sucedido no solamente no habrá servido de nada, sino que estará condenado a repetirse una y otra vez.

Hay que exigir a la Administración que en sus prioridades figure la salud de sus ciudadanos antes de cuestiones económicas o empresariales que solo benefician a unos pocos, al tiempo que perjudican a la mayoría. Y que actúe con contundencia y rapidez en casos como el que nos ocupa persiguiendo a los responsables (léase la industria automovilística, pero también políticos, funcionarios y judicatura que hicieron dejación del in vigilando).

La muestra de que no se está haciendo así, de que no hemos aprendido la lección (no la han aprendido), son los bandazos que, después de conocerse el dieselgate, la Comisión Europea ha dado a su normativa sobre las emisiones, bajando límites, alargando su entrada en vigor y sin ponerla al día de todas las emisiones nocivas para la salud. No sirven de nada las recomendaciones de la OMS al respecto (naturalmente, son solo recomendaciones), ni los estudios sobre el carácter cancerígeno del humo diésel (son solo eso, estudios).

Para acabarlo de rematar, y poner al descubierto ese denso, variopinto, pluridimensional e impenetrable entramado de impunidades y proteccionismo que se gastan los países y sus gobiernos en este tema, los cargos de tipo penal que EEUU ha presentado contra Martin Winterkton, expresidente del grupo VW que dimitió en cuanto se destapó el caso, no tendrán recorrido porque Alemania no extradita a sus ciudadanos fuera de la UE. ¿Dónde está eso que llaman la justicia universal... o, simplemente, la justicia? La inmunidad versus impunidad tiene muchos rostros, y este es uno de ellos.

El ciudadano de a pie está cansado de tener una abigarrada, sobrecargada y anquilosada Administración pluricompetencial (local, metropolitana, provincial, autonómica, nacional, europea, mundial) que en ocasiones resulta inútil, corrupta o irresponsable. Un entramado que hace oídos sordos a ese dilecto ciudadano que paga impuestos y vota y al que se supone representa y debe salvaguardar, el eslabón más débil, frágil e indefenso de toda la escala social. Se acercan elecciones, tiempo de debate, la ocasión de hacer oír la voz de la calle por encima de los partidos, el establishment y sus seguidores lampedusianos. En un planeta con 7.400 millones de habitantes, la calidad del aire que respiramos es un bien tan exigible y necesario como la del agua o los alimentos. Un bien que no podemos malbaratar ni dejar en manos de multinacionales que solo están atentas al Ibex 35.

*Portavoz de la Plataforma para la calidad del aire